Éste ha sido tradicionalmente un tiempo de luces y colores, de alegría y buena voluntad. Pero éstos son también unos tiempos de gente que intenta hacerse famosa a base de ofender los sentimientos ajenos. Tiempos de mucha mala escritura y poca buena lectura en los que las afirmaciones más peregrinas corren de móvil en móvil sin verificación ni criterio. Ahora que la Navidad está aquí, seguramente algunos aprovecharán para reabrir viejas polémicas y otros para soltar nuevas babayadas. Volveremos a oír que ésta es sólo la cristianización de la festividad romana del Nacimiento del Sol Invicto, un invento comercial o un elemento de colonización cultural. Y hay algo de todo eso, pero es accesorio. Más allá de la iluminación, los regalos y los dulces, lo que hace diferentes a estas fechas es el Espíritu Navideño: esa ancestral necesidad humana de demostrarnos a nosotros mismos que, aunque los chaparrones cotidianos de egoísmo y odio que soportamos se esfuercen en apagarla, aún nos queda dentro una llamita de amor capaz de calentar nuestro corazón y el de los que nos rodean.
Claro que no todos lo tendremos fácil para encontrar nuestra llamita interior. Dependerá mucho de si la hemos cuidado o no el resto del año. Si hemos dedicado tiempo a ayudar a los demás, no nos será difícil hacerla brillar ahora. En cambio, si nos hemos limitado a pensar exclusivamente en nosotros mismos, es posible que apenas nos queden unos rescoldos, tal vez sólo una última ascua moribunda. El mundo actual nos empuja constantemente hacia la insolidaridad y la “competitividad”, hacia la persecución egoísta de sueños fatuos creados por otros. Pero, cuando llegan estas fechas y te encuentras sólo, aunque sea en la cumbre, te percatas del desolador vacío que hay detrás, del frío que te atenaza el alma cuando no tienes a nadie con quién compartir una sonrisa, un abrazo o un reencuentro. Si dejamos que nuestra llamita de humanidad se apague completamente, lo habremos perdido todo. ¡Que eso nunca nos suceda a ninguno de nosotros! ¡Feliz Navidad!