Empieza de verdad enero. Ha pasado la prórroga festiva y las dificultades parecen agrandarse día a día mientras nuestra moral se va desinflando. En momentos como estos, la vida recuerda al Paris-Dakar. Te desgastas atravesando interminables y monótonas llanuras de arena, llegas a una duna (¡Gas a fondo!), trepas a toda velocidad, el corazón se acelera, alcanzas la cima (¡Qué subidón!) e inmediatamente caes a trompicones por el otro lado. Así nos sentimos ahora nosotros: rodando a vueltas ladera abajo, perdiendo chapa y con la gasolina sin pagar. El recuerdo del turrón nos repugna y el de las burbujas del champán nos produce gases.
¡Qué lejos parecen ahora todas aquellas farturas! Sólo los cargos del banco y esos exámenes médicos, que no llegan al aprobado ni con la mejor voluntad, nos demuestran que fueron reales. ¡Y qué decir de nuestra lista de buenos propósitos! Cada uno de ellos se ha convertido en un nuevo motivo para el remordimiento. Hasta el clima parece burlarse de nosotros creando un remedo de nieve con capas acumuladas de helada. Podríamos llegar a pensar que el mundo entero se ha puesto en contra nuestra, pero nos equivocaríamos. En realidad, el mundo pasa completamente de nosotros, no hay que preocuparse por ese lado. El problema no está afuera, sino dentro. Nos hemos perdido un poquito y necesitamos reencontrarnos.
Tenemos que retomar las riendas de nuestro destino con mano firme. Cojamos la lista de buenos propósitos y tirémosla a la basura. La persona que se refleja allí, esa que corre en paños menores al amanecer y abjura de los chigres, no somos nosotros, es un espíritu que intenta apoderarse de nuestra mente y que nos destruirá si no lo expulsamos. Después hagamos lo mismo con los análisis. Somos mucho más que una mezcla más o menos desequilibrada de azúcar, triglicéridos, colesterol y ácido úrico. Tenemos un corazoncito, aunque nos vaya a tirones y, de cuando en cuando, hay que permitirle una alegría. Respiremos y relajémonos. Incluso los peores días se acaban después de veinticuatro horas.