El otro día bajé a la villa a hacer unos recados y, camino a la Calle Mayor, tropecé con una valla que me cerraba el paso. No hace mucho, me hubiera limitado a rodearla, pero, desde que estoy jubilado, las obras urbanas ejercen una irresistible fascinación sobre mí. Me acerqué a mirar y vi un buen trozo de la calzada levantado y excavado hasta una profundidad considerable. Durante un raro me quedé perplejo, cavilando en busca de explicación para aquel agujero. No podía ser una reparación porque, dado el estado de muchos caminos y carreteras del concejo, no habría tenido sentido semejante inversión por unas cuantas baldosas flojas. Tampoco podía ser un sondeo en busca de carbón. ¿Para qué, ya? Sólo una explicación me parecía razonable: una excavación arqueológica. Aunque creía muy improbable que hubiera ninguna calzada romana debajo.

Entonces me fijé en los bordes y lo entendí todo. No se trataba de nuestro pasado lejano, sino del cercano. Allí, estrato sobre estrato, adoquines sobre adoquines, cemento sobre cemento, tierra sobre tierra, despilfarro sobre despilfarro, está reflejada la historia reciente de nuestra comarca. Aquellas capas de piedras, fruto de la ocurrencia, el capricho y la prepotencia, vueltas a levantar y a colocar una y otra vez para soterrar el tendido eléctrico, la traída de agua, el gas o el cable, cada presupuesto mayor que el anterior, cada chapuzan superando a la precedente, eran las lápidas de los millones que deberían habernos ayudado a superar el declive de la minería. Probablemente, al excavar, encontraron fragmentos de pequeñas empresas que nunca llegaron a cuajar por falta de medios, quizás algún pedazo del matadero que no llegó a construirse porque no era “rentable” o del Centro de Salud que creíamos (sin fundamento alguno) que nos iban a hacer en La Cortina. Y allí, en el fondo del todo, yacía el futuro que nos robaron. Deberíamos a ir a despedirnos de él antes de que lo tapen, porque, cuando lo vuelvan a desenterrar para las próximas elecciones, ya sólo quedaran los huesos.