Dado que entre mi escritura y su lectura habrá habido un domingo electoral, me toca adivinar el futuro. El problema de esto es que, cuando más deseas equivocarte, casi siempre aciertas y, cuando más convencido estás de que vas a acertar, casi siempre te equivocas. Más sencillo sería si tuviese cara suficiente para negar mis errores, incluso aquellos que han quedado registrados por escrito o en vídeo, con la misma facilidad con la que lo hacen nuestros políticos. Pero, si yo tuviese esa capacidad, probablemente sería uno de ellos, así que dejémoslo estar. Sin embargo, la naturaleza humana ha permanecido igual durante los últimos milenios, no creo que vaya a cambiar justo ahora. Partiendo de ahí, haré de adivino.

Por ejemplo, es bastante seguro afirmar que nadie ganará realmente las elecciones, a pesar de lo cual, todos afirmarán haber ganado o, al menos, haber obtenido un buen resultado. Y tendrán razón, todos ellos vivirán bastante mejor en el futuro que la mayoría de los que les votaron. Además, dado que nadie tendrá mayoría absoluta, empezará el baile de los pactos. No importa cuanto se hayan peleado e insultado en la campaña, no importa cuantas veces hayan prometido no compartir cama, al final todas las combinaciones estarán abiertas, si no por el bien de España, al menos por el beneficio de los poquitos españoles que tendrán chollo.

Y nos parecerá que nada ha cambiado, que somos una semana más viejos, aunque no una semana más sabios, pero no será cierto. En historia, la inmovilidad no existe; cuando las cosas no van mejorando, van empeorando, un empeoramiento lento, apenas perceptible hasta que echas la vista unos años atrás y ves cuán bajo ha caído el estado del bienestar. Con las pensiones en entredicho, la sanidad deteriorándose y el mercado laboral hecho unos zorros, la juventud actual oye con envidia a sus padres hablar de la suya. Mientras tanto, los unos nos asustarán con el coco del separatismo, los otros, con el de la ultraderecha y nosotros les seguiremos el juego.