Caminaba hace poco rumbo a la línea de salida de nuestra ruta de vinos canguesa cuando, desde el Parque de la Reguerala, un alegre sonido de gaitas me detuvo. Me asomé y el rojizo colorido de las capas de la Cofradía del Vino de Cangas me recordó (mi memoria no va mejorando con el tiempo) que se inauguraba la estatua de Neto dedicada al cachu. Me acerqué a admirar esta primera incursión del conocido dibujante cangués en el mundo de la escultura y me pareció que la imagen de los tres personajes sosteniendo juntos este recipiente simboliza a la perfección el espíritu de unión y armonía que éste representa.
El cachu es un cuenco fino de madera especialmente tratada, como una escudilla grande, baja y ancha, con una capacidad generalmente cercana al medio litro, pensado para sostenerlo con ambas manos mientras bebes y luego pasárselo al siguiente para compartir el vino en las bodegas. Es típico de esta comarca suroccidental, coincidiendo prácticamente su distribución geográfica con la del vino de Cangas. Actualmente, fuera de las bodegas tradicionales particulares, sólo se puede encontrar como elemento decorativo, pero, en un tiempo, era algo esencial dentro de la cultura vinícola local, el elemento central alrededor del cual los amigos se reunían habitualmente para compartir la palabra, el bocado y el trago.
En nuestra esquina de Asturias, frente a la preferencia sidrera del resto, el vino ha sido siempre la bebida favorita. Y, aunque ambas conviven en chigres y meriendas rodeadas de camaradería y canciones, existen entre ellas diferencias que van más allá de la graduación y el escanciado. La sidra se disfruta mejor con tragos largos y espaciados, en una espicha multitudinaria al aire libre. El vino, por el contrario, pide ser paladeado con tragos cortos y frecuentes, en la penumbra de una acogedora bodega, con un pequeño grupo de amigos, compañeros o compeñeros. La botella verde y su vaso cantarín, por un lado, y el cachu remolón de madera oscurecida por los años, por otro, simbolizan muy bien esas diferencias.