Recordando la conversación que había tenido con una amiga sobre los pecados capitales, me vino a la memoria una anécdota de un viejo director mío de Salinas. Un día, uno de sus alumnos le preguntó con sorna: “¡Don Manuel! ¿Qué es la lujuria?”. Manolo, muy de vuelta ya en estas lides, no dudó la respuesta: “La lujuria, Pedrito, es un pecado muy caro que poca gente puede permitirse y tú, si sigues así, mucho menos”. Y tenía razón, porque, en este mundo que ya no cree en el castigo eterno, la persecución del pecado ha pasado de las manos eclesiásticas al dominio laico.

Repasemos los siete pecados capitales, así llamados porque de ellos (supuestamente) provienen todos los demás. De la gula se encargan ahora los médicos, el colesterol y el úrico; de la avaricia, Hacienda con sus impuestos al patrimonio y de la ira, la policía y los jueces. La lujuria, por su lado y aparte de lo que sabiamente decía D. Manuel, es más bien un estado juvenil transitorio que la propia vida se encarga de curar, pasándola primero al ámbito de la imaginación y después al de la añoranza. Y, para la soberbia, tenemos las redes sociales, llenas de gente con el hacha preparada para cortar, aprovechando el menor descuido, cualquier cabeza que se yerga demasiado. En cuanto a la pereza, dada la bajísima tasa de ocupación que padecemos, es, más que un pecado, una obligación que, por cierto, suele evitarnos caer en alguno de los anteriores.

Eso nos deja un solo pecado para el que no se ha descubierto remedio a pesar de ser el más peligroso: la envidia. Ningún otro es tan insidioso, tan difícil de detectar y tan dañino y destructivo, tanto para el afectado como los que le rodean. Un puñetazo airado duele, pero puede arreglarse con unos puntos de sutura; una calumnia envidiosa duele más y puede terminar destruyéndote. Si alguna vez se consigue curar el cáncer físico, habría que invertir en la investigación de un remedio para este cáncer moral.