Estamos teniendo un invierno muy pedagógico porque, apenas pasada su mitad, ya hemos aprendido unas cuantas cosas. La serie de borrascas que nos han ido llegando, además de enseñarnos el orden alfabético de la A a la G, han arroyado los argumentos de los que aún se empeñaban en negar el cambio climático y aventado de la cabeza de otros la falsa sensación de seguridad basada en que “no era para tanto”, “había tiempo de sobra” o “nosotros estamos a salvo”. Incluso los más renuentes han tenido que asumir que el cambio está ahí, ha llegado ya demasiado lejos y sus consecuencias nos afectan a todos, a veces de manera fatal. Este invierno está haciendo una gran labor de concienciación, sí, y no podemos descartar que la parte que falta sea todavía más “pedagógica”.
Ahora nuestros políticos se apresuran a abanderar la lucha contra el calentamiento global y es lógico que así sea. Pero no conviene olvidar que, aunque todos los países actuaran seria y coordinadamente en el asunto (lo que no es ni remotamente así), conseguir que la situación dejase de ir a peor llevaría muchos años y empezar a revertirla, varias décadas. Por eso, aunque me parece bien que haya un Ministerio de Transición Ecológica y Reto Demográfico con rango de vicepresidencia que luche contra las causas del deterioro del clima, va a ser imprescindible la creación de otro Ministerio de Prevención y Gestión de Emergencias Climáticas que luche para minimizar y paliar sus consecuencias, que irán a peor.
Porque otra cosa que nos ha enseñado este invierno es que, cuando el clima se remonta, se cortan las comunicaciones, se colapsan los servicios y nos quedamos todos con las nalgas expuestas a la intemperie. “Fana” tras “fana”, árbol caído tras árbol caído e inundación tras inundación, hemos comprobado que la improvisación es un pésimo sustituto de la previsión. No podemos seguir poniendo parches cuando la montaña cede, tenemos que planificar, identificar y subsanar los peligros potenciales y estar preparados, que falta nos va a hacer.