Llueve suave, persistentemente. El cielo gris plomizo hace resaltar en el paisaje recién lavado los colores intensos que el sol y el polvo le habían quitado. El horizonte asturiano es siempre nítido y familiar; el límite entre el cielo y la tierra está bien definido y todas las montañas, prados y bosques que se ven tienen nombre. Y en los días como hoy las cosas parecen aun más cercanas, más reales. Creo que, para apreciar realmente la belleza de nuestra tierra, hay que observarla en un día nublado de verano, con su capa gris de nubes y su traje verde de fiesta.
Miro por la ventana y sigue lloviendo. Ningún fenómeno meteorológico suscita una aprobación más unánime entre la gente del campo asturiano que varios días seguidos de chubascos en esta época, especialmente tras una sequía tan larga como la pasada. No hay cosechas que se estropeen ni labores que no se puedan diferir, el descanso forzado es, incluso, bienvenido. Pronto algunas hierbas verdes volverán a asomarse en los prados agostados y las huertas dejarán por un tiempo de clamar por el riego. El agua mansa, sin trombas ni pedriscos, es una bendición para la tierra.
Oscurece y el gris del atardecer se suma al gris de las nubes. Pocas cosas hay que susciten tanto disgusto entre cierto tipo de “veraneantes” como varios días seguidos de llovizna. Privados de la playa, la piscina y las terrazas, las tardes se vuelven vacías e interminables. Se agrupan bajo los aleros como almas en pena, tapándose la cabeza con una chaqueta y preguntando dónde están las visitas culturales de emergencia. Se distinguen fácilmente de los otros turistas, amantes de la naturaleza, que, equipados con ropa y calzado apropiados, salen al monte todos los días sin importarles lo que esté cayendo. Estos últimos días me han permitido apreciar que estos intrépidos andariegos abundan entre nuestros visitantes y me alegro, ellos son los que mejor pueden compartir con nosotros la belleza que nos rodea.