Raramente valoramos las cosas cotidianas. Vamos a la cocina, damos al mando del grifo y sale agua. “¡Naturalmente!”-diremos nosotros. Pero a cualquier turista venido del árido sur le parecerá maravilloso y nos considerará afortunados por ello. Vamos a la bodega, abrimos otro grifo y sale vino. “Bueno, para eso son las bodegas”-diremos nosotros. Pero a cualquier turista venido del norte le parecerá asombroso y nos envidiará por ello. Vamos al salón, damos el mando de la tele y sale lo que sale y a nosotros nos parece ya normal; pero a cualquier turista, venga de donde venga, ver lo que aparece todos los días en esa pantalla y pensar que, a pesar de ello, ambos grifos siguen (todavía) funcionando le parecerá casi imposible y, sólo por ello, nos considerará el país más rico de la tierra.
Pero no he venido aquí a hablar de la tele, que no es día para eso, ni tampoco del agua. Aunque no por menosprecio, como algunos podrían pensar. No es cierto que los bebedores de vino despreciemos el agua. Todo lo contrario: sentimos un respeto tan profundo por ella que muchos intentan llegar al final de sus días sin que sus impuros labios hayan rozado siquiera la superficie de tan preciado líquido. Es más, somos conscientes de lo necesaria que es para la salud; pero consideramos que nuestra bebida favorita, ya sea por la generosidad de la madre naturaleza o por amabilidad del prudente vinatero, ya contiene suficiente agua como para cubrir nuestras necesidades.
De lo que quiero hablar hoy (y no los tendré más en suspenso) es del vino y, más concretamente, de la cultura del vino. Y, cuando digo “cultura del vino”, no me refiero a las piezas pacientemente reunidas en el precioso museo que tengo detrás (aunque también son parte de ella), sino a la dedicación y constancia que fueron necesarias para conseguirlas. No a la moderna tecnología que ha convertido al vino de Cangas en una estrella internacional, sino al inmenso cariño y cuidado de las personas que la manejan. No al estandarte de la Cofradía del Vino ni a las capas y boinas con los que sus componentes pregonan nuestros caldos por el mundo, sino al orgullo y al amor a la tierra que mora en los corazones de los que las portan. No hablo de iniciativas como inventario de prensas de lagar antiguas que David Flórez va a hacer por encargo de Tous pa Tous, sino al deseo de preservar las tradiciones del Concejo que esto demuestra.
Quiero hablar de las cosas intangibles, de costumbres y recuerdos, de sentimientos y emociones, de una manera de entender la vida que surge y crece a la sombra de las vides y las cubas. Porque el vino es, ante todo, una tradición que muestra el camino y una pasión que incita a recorrerlo, un trabajo y un ocio que se comparten con lo gente que nos importa de verdad. El resurgimiento del Vino de Cangas nunca se habría logrado sin esto, sin un profundo deseo de preservar el legado de nuestros ancestros, sin un amor por la viña capaz de superar todos los inconvenientes que su cultivo en nuestra comarca supone y, sobre todo, sin la solidaridad y el esfuerzo común de muchísimos cangueses: los que lo miman en la viña, los que lo engrandecen en la bodega y los que lo paladean en la mesa.
Recuerdo haber asistido fascinado a la frenética actividad de aquellos primeros tiempos. Recuerdo el sentimiento de desafío común, los aprendizajes y descubrimientos que eran rápidamente transmitidos, los desvelos compartidos y el “¡faltaría más, cuenta conmigo” que rara vez fallaba. Mucho de aquello, afortunadamente, pervive todavía. No imaginamos a alguien intentando trabajar o cosechar sus viñas sin la ayuda desinteresada de sus convecinos y no porque esto sea inviable aquí, sino porque sería un delito de lesa amistad, una ofensa a los amigos que están esperando para echar una mano. Si aquí, en temas de viña o vino, no existen recetas secretas no es porque no hagamos descubrimientos, es porque ocultarlos sería una traición a nuestros antepasados y a nuestros colegas que nos enseñaron generosamente todo lo que sabían. Hay oficios y aficiones que dominan la mente de sus adeptos y colorean su conversación, haz tertulia con maestros y saldrás blanco de tiza; con mineros y saldrás negro de carbón, con cazadores, saldrás rojo de sangre y, si son viticultores, saldrás tinto de vino. Y es que, tanto los conocimientos recibidos como los que son fruto de nuestros aciertos y errores parecen agolparse en la boca, ansiosos de ser trasmitidos y valorados y de pasar a formar parte del acervo común.
Y, si el vino nace ya de un esfuerzo compartido, su consumo es también una tarea colectiva. Un vaso de vino pide amigos alrededor, al igual que una reunión de amigos no está completa sin una botella de buen Cangas en medio. De hecho, la unidad básica de consumo es el grupo de amigos; su escenario ideal, el chigre lleno de gente; su banda sonora, el bullicioso entremezclar de conversaciones o el coral sonido de una vieja canción y el único otro complemento que necesita es una generosa procesión de pinchos que lo acompañe en su último tránsito. El calor humano que el vino propicia incita a la confidencia y aleja la soledad, favorece la comprensión y diluye los rencores, aúna voluntades y esfuerzos y permite que numerosos proyectos e iniciativas, unos más serios y otros más festivos, lleguen a ponerse en marcha.
La idiosincrasia canguesa no podría entenderse sin su cultura del vino que es, en fin, ese sentimiento de solidaridad, de amistad, de hermandad, que hace milenios convirtió a un montón de primates desharrapados en seres humanos, algunos de ellos tan afortunados como para haber nacido o haber venido a parar a estas tierras y tener todo esto en su máximo grado y convenientemente regado con los mejores vinos del mundo. ¡Que podamos seguir disfrutándolo muchos años rodeados de las personas que queremos!