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Antonio Ochoa

Entre montañas

Bailes

Cuando encuentras alguien de tu edad al que no ves desde hace tiempo, dos tópicos recurrentes siguen al repaso a nuestras vidas y a la salud familiar: los cambios en el tiempo y el cambio de los tiempos. Hace poco recordaba (sin nostalgia) con un amigo los bailes y discotecas de los años 70. Explicaré cómo eran para los que no lo vivieron, aun a riesgo de que no me crean.
Entre pieza y pieza, las chicas se alineaban alrededor de la pista y los chicos delante de la barra, unas y otros observándose disimuladamente con una mezcla de esperanza y temor. Entonces, empezaba la canción y el movimiento. Ellas tenían dos opciones: seguir charlando donde estaban o salir a bailar con una amiga. Su elección determinaba la de ellos. Si la chica que te gustaba se quedaba en el burladero, para pedirle que bailara contigo no quedaba más remedio que echarle valor y cruzar la plaza bajo la mirada burlona de los que esperaban verte volver con las orejas gachas.
Tal vez era imaginario, pero, si te decía que no, además del rechazo privado, sufrías la humillación pública y no sabías si te dolía más la herida de amor ajena o la herida en el amor propio. Y, por supuesto, ya podías irte a otra parte, ninguna otra del grupo aceptaría ser “plan B”. Si la chica estaba bailando con otra, era un poco más fácil. Tenías que reclutar a un amigo para que te acompañara y eso multiplicaba por dos el valor y dividía entre dos el precio del fracaso.
Con estos condicionantes, no era de extrañar que la barra fuese un lugar muy frecuentado por el público masculino. Entre los tragos que se tomaban para animarse en la ida y los que se tomaban para consolarse en la vuelta, los tímidos y los menos afortunados podían fácilmente salir tambaleándose. Sólo el inextinguible ardor de la juventud evitó que se extinguiera la especie. No dudo que, en esto al menos, las cosas han cambiado para mejor.

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