En torno a 1950, Avilés sufrió una colosal transformación industrial y social, sin duda el acontecimiento más importante de su larga historia. Y comenzó a fabricar cristal, zinc, aluminio, fertilizantes, hierro y acero.
Aquello fue una orgía productiva prodigiosa, sin muchos precedentes en España, que convirtió a la ciudad asturiana en la meta de miles de españoles, una tierra de promisión, donde emigrar para conseguir un empleo.
Y surgieron barrios, que cercaron la vieja e histórica villa con edificios clónicos y de carencias crónicas, en el aspecto social. Las consabidas deficiencias educativas, sanitarias, etc., tan típicas de todo aquello que se hace en plan tente-mientras-cobro.
La excepción, que confirma lo anterior, fue el poblado construido por la gigantesca empresa siderúrgica ENSIDESA, en Llaranes, en la margen izquierda de la Ría de Avilés.
Mucha gente cree, equivocadamente, que fue entonces cuando nació este pueblo de nombre tan singular.
Pero Llaranes tiene señas del imperio de Roma en monedas encontradas en sus predios. Y también su cupo de misterio medieval, alumbrado por un fogonazo conservado en piedra, en forma de ventana prerrománica en su capilla de San Lorenzo de Cortina.
Y fue, en este idílico valle, entre la ría y las suaves colinas por donde discurría la antigua carretera de Avilés a Oviedo, donde se construyó un conjunto modélico.
Arquitectónicamente era algo fuera de norma -para lo que, entonces, se llevaba – y su proyecto fue firmado por Juan Manuel Cárdenas y Francisco Goicoechea. El poblado fue tan vanguardista en su trazado como excepcionalmente inusual en los servicios sociales de los que gozaron sus habitantes. Su originalidad, en todos estos aspectos, ha merecido que hoy figure en los tratados de urbanismo internacional, como referencia obligada.
Y en la mayor colina del nuevo poblado –y dominando como manda la tradición– fue plantada la iglesia de Santa Bárbara, que inaugurada en 1957, es, aparentemente un edificio religioso más. Pero ya, ya.
El continente no augura para nada el contenido. Porque lo que alberga es un grandioso festival artístico que te deja patidifuso. Te acoquina. Y, al margen de gustos, no deja indiferente.
Todo este fantástico conjunto ornamental –a excepción de un retablo del siglo XVI– es obra del polifacético artista madrileño Javier Clavo (1918-1994), cuya trayectoria vital y artística ha sido estudiada por Jorge Bogaerts. Sobre la obra de Clavo en la iglesia avilesina, tambien hay estudios de José María Murias, Amador Álvarez y María José Lodos.
Clavo lo clavó. Y reinterpretando la tradición, creó más de cuatrocientos metros cuadrados de pinturas al fresco con claras influencias de su admirado Pablo Picasso, aparte de mosaicos, figuras, vidrieras, e incluso un magistral Vía Crucis.
Escribí hace diez años, y mantengo, que ‘En Llaranes está la Capilla Sixtina del arte vanguardista religioso del norte atlántico español’, frase que hizo fortuna.
Y hoy, añado, parodiando la famosa frase donde se alude a París, que ‘Llaranes bien vale una misa’.
Por todo ello –y tomado en cualquier sentido– termino afirmando que el interior del templo de Santa Bárbara de Llaranes es la de Dios.
Ver para creer.