La empinada Cabruñana de Avilés, hoy calle céntrica de la ciudad, nunca fue una cuesta cualquiera.
Su categoría le viene de siglos, como obligado, y difícil, lugar de paso del Camino Real –una autopista medieval– que comunicando Grado y Pravia con Luanco, atravesaba aquel Avilés amurallado siguiendo el trayecto urbano de Fuente de La Cámara-San Bernardo-Puente de San Sebastián. Y viceversa.
En Cabruñana, hasta mediados del siglo XIX, las noticias nos dicen que había muy pocas casas. En una de ellas nació, en 1694, Valentín Morán Menéndez.
Pasada su niñez, recibió educación en el –entonces– nuevo convento de La Merced (levantado, en buena parte del lugar, hoy ocupado por la iglesia nueva de Sabugo) de los Mercedarios Calzados, que habían dejado su residencia de Raíces para establecerse en Avilés. El joven Valentín, inició allí sus estudios y terminó profesando como mercedario.
El nuevo fraile, que pronto se reveló como persona muy competente, comenzó una frenética actividad que lo llevaría a viajar sin descanso –cosa fatigosa teniendo en cuenta los medios de transporte de la época– por diversas ciudades de España y Europa, ejerciendo altos y comprometidos cargos de su Orden religiosa. También en América, pues estuvo trabajando, cuatro años, en el Perú.
Y a este continente estuvo a punto de volver, en 1750 cuando fue preconizado obispo de Panamá, pero no llegó a tomar posesión por razones hoy confusas, pero si lo hizo como obispo de Canarias. O sea, que del barco no lo libraba nadie.
Fray Valentín, había residido –desde 1738– ocho años en Roma, ocupando cargos de prestigio en el Vaticano, cuando pontificaba Benedicto XIV, el papa más erudito del siglo XVIII, que distinguió al mercedario avilesino con su amistad personal.
Hombre de carácter recogido, muy culto y de una humildad sin cuento que valga, concitaba grandes simpatías. Así que no fue nada extraño la que se armó en Canarias –hasta allí había su fama– en 1751, tanto cuando llegó para ejercer durante diez años como obispo, como en la multitudinaria despedida que le montaron cuando se marchó de las islas, obligado por su estado de salud, hacia Avilés.
Lo hizo en un barco danés que salió de Santa Cruz de Tenerife con destino a San Sebastián, haciendo escala en Gijón, donde llegó el obispo mercedario después de 40 (cuarenta) días de una navegación azotada por tormentas interminables.
«Hizo su entrada en esta villa, que le recibió con voladores, ‘chupinos’ y disparos de la campana del reloj» cuenta el historiador David Arias García. El atípico obispo mercedario, regresó a sus orígenes, alojándose en el convento de La Merced.
En las islas, su carácter infatigable le había hecho visitar, a lomos de cabalgadura, gran parte de los pueblos de su diócesis, cosa inusual por entonces.
Valentín Morán, al igual que vivió con intensidad aquello en lo que creyó, también contribuyó al progreso de su villa, pagando de su pecunio, reparaciones de caminos y calzadas (entre ellas Cabruñana) e insuflando el dinero necesario para terminar el nuevo puente que unía (en parte de lo que hoy es la calle de La Cámara) la Villa con Sabugo.
En el convento mercedario -donde residía en una celda- fabricó, a su costa, la capilla de la Soledad.
Murió en 1766, cuando contaba 72 años de edad, y fue enterrado en ‘su’ capilla de La Soledad, adosada al convento. Pero en 1903 se construyó la actual iglesia de Sabugo, en gran parte sobre las ruinas del convento de La Merced y sus restos fueron trasladados a la iglesia vieja de Sabugo.
Después de diversas peripecias, hoy se puede ver –a los pies de la imagen de la Virgen de La Soledad de la nueva iglesia de Sabugo (en lugar muy próximo, geográficamente, a donde había estado la capilla del convento) –en el suelo una lucida lápida donde reposan sus restos. Fue una gestión de diversas personas, Justo Ureña (Cronista Oficial de Avilés) entre ellas, empeñadas en hacerle justicia a este fraile, ciudadano del mundo, empeñado en descansar para siempre en Avilés.
Fue persona respetada por respetable, con ganada fama de honrado en los cargos con los que cargó. Que fueron abundantes.
Y en Sabugo descansan sus restos… ‘pa’ los restos. Amén.