En Avilés, a lo largo de su historia, ha habido científicos como Pedro Lucuce Ponte (que aparte de matemático fue mariscal de campo, y a ver quien mejora imagen tan novelesca), dos de apellido Graiño (Celestino Graiño Caubet, farmacéutico revolucionario y Francisco Graiño Obaño, astrónomo), Blas Aznar González (medicina legalista), y unos cuantos más. Aparte de los investigadores actuales, claro, que son episodio aparte. Pero, de todos aquellos, ninguno como Eduardo Carreño Valdés.
Porque era de una realidad tan fabulosa como breve, tan entrañable como complicada y tan magistral como ignorada.
Suena un triste concierto de advertencia a nuestras civilizadas, ciudad y región, que dándoselas de cultas, generalmente ignoran que este avilesino ha sido una eminencia científica europea a pesar de que tan sólo duró, biológicamente, veintitrés años.
Nació en Avilés el 13 de octubre de 1819 y falleció en París en 1842. Echen cuentas.
De familia numerosa (tres de sus hermanos: Eladio, Feliciano y Pedro, son episodio aparte) cursó en la villa natal los estudios elementales con tal brillantez, que a los doce años de edad, un tío paterno suyo, lo llevó consigo a Santiago de Compostela, para procurarle la mejor educación. Posteriormente, tío y sobrino trasladaron su domicilio a Madrid donde Eduardo cursó, como un meteoro, medicina.
Sin embargo, dedicó su vida a las ciencias naturales Y particularmente a la Botánica. Con tal intensidad que fue el alumno predilecto de Lagasca, el más destacado sabio hispánico en la materia.
Mas tarde se trasladó a Francia donde residía e investigaba el por entonces más reconocido botánico mundial: Pierre-Edmond Boissier. Otro que quedó trastocado y fascinado por los conocimientos y la capacidad de trabajo de aquel colega español tan joven, al que había conocido en Madrid.
Tan grande fue su popularidad entre los científicos, que el gran Boissier le dedicó un nuevo género de flor bautizada como ‘Carregnoa’. Y Filippo Parlatore hizo lo mismo con su nueva especie ‘Anthoxanthum carrenianum’. Nunca un botánico, entonces con 21 años, gozó en vida de mayores honores entre sus colegas.
Murió en Francia y sus restos mortales fueron inhumados en el cementerio parisino del Pére Lachaise en un panteón costeado por maestros y discípulos. Y digo bien, porque parece mentira, pero ya tenía discípulos a sus años.
La prensa francesa le dedicó homenajes un tanto insólitos para un científico y además extranjero: ‘España ha perdido uno de sus más esclarecidos genios, y Francia uno de los hijos adoptivos que más la hubieran honrado’.
Tiene, Eduardo Carreño Valdés, una calle en Avilés a él dedicada, justicia callejera que se le hizo, por fin, en 1985. La calle, que termina en una empinada cuesta, corre paralela a la vida del personaje, que muriendo tan joven, y tan hondo de sabiduría, consiguió llegar casi a la cima, en medio del reconocimiento internacional por su trabajo a sus –casi burlescos– veintitrés años, o sea cuando llevaba solo cuatro o cinco ejerciendo en el campo científico. Un caso casi increíble. La excepción que confirma la regla.
Eduardo Carreño donó (hasta eso) a su muerte varias colecciones zoológicas clasificadas al Museo de Historia Natural de Madrid. Pero sobre todo legó su brillante trayectoria.
Inusitada precocidad la de éste relámpago científico que alumbra la historia de Avilés. Flores para este vencedor, derrotado en la batalla de la vida. Y que sean ‘carregnoas’ y ‘carrenianum’.
Otro tipo diez. Mira tú.