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Alberto del Río Legazpi

Los episodios avilesinos

El alfolí de Avilés, aquel fabuloso salero medieval

El puerto de Avilés era la principal puerta de mercancías por vía marítima del norte atlántico. Una ruta comercial, de la que formaban parte en el interior peninsular las entonces ciudades más importantes: Oviedo, León, Astorga y, por un pelín, Valladolid. Por Avilés entraba y salían la mayoría de los productos destinados, o procedentes, de dichas poblaciones.

Así estaban las cosas hace unos 600 o 700 años, cuando el más importante puerto asturiano era –tanto por la seguridad que procuraba a las embarcaciones su situación al fondo de una ría ausente de oleaje bravo, como por su cercanía a los centros de poder de las poblaciones citadas– uno de los más activos del Cantábrico.

Rutas del comercio de la sal (Gráfico de J. I. Ruiz de la Peña)

Por si esto fuera poco disponía, Avilés, en el muelle de unos importantes almacenes de sal o alfolíes. Y esto ya era el acabóse.

Tener sal en abundancia era riqueza por un tubo. El recordado Cronista Oficial de la Villa de Avilés, Justo Ureña, lo ilustraba diciendo que ‘Avilés fue entonces una especie de Kuwait medieval’.

Ya los emperadores romanos, siempre tan espabilados –menos algún piernas como Nerón– pagaban a sus legionarios con pequeños saquinos de sal, era el llamado ‘salarium’, o sea el salario. El valor de la sal venía dado, no solo por su uso como condimento de las comidas o en la industria curtidora de pieles, sino –y principalmente– como conservante.

Quien tenía sal podía almacenar alimentos sin que se le pudrieran y eso comercialmente hablando era un pozo sin fondo, de dinero. O sea, de poder. Un poder que duró hasta que inventaron la electricidad y llegaron congeladores, frigoríficos y demás familia.

Para explicar el Avilés salado y resalado, hay que bajar hasta el siglo XII, cuando ya tenía murallas que la defendían y espadaña sobre una iglesia de traza románica bajo la advocación de San Nicolás de Bari, santo turco cuyas cenizas fueron llevada a Italia que, como no, exportó su devoción. Por entonces, en Inglaterra, era asesinado, por orden de Enrique II, el arzobispo de Canterbury, Tomas Becket (1118-1170) que se enfrentó al poder real y Real. Y como la cosa va de santos, pues también fue el siglo en que Francisco de Asis (1182-1226) fundó la orden de los franciscanos, que llegarían a Avilés en la centuria siguiente, justo cuando en el pueblo de Sabugo -separado de la Villa por los muelles del puerto y el río Tuluego, pero sobre todo por eso tan de siempre llamado clases sociales- comienza a construir su iglesia dedicada Tomás de Canterbury, santo inglés, de película protagonizada por Richard Burton y Peter O’Toole.

Saco a relucir el santoral para que a través de él se vea que en Avilés, en aquel siglo XII, ya estábamos a la última. Teníamos información y contacto con otros países por vía marítima, la más rápida que había, una especie de Internet a remo o con vela.

No es que fuera como las moderneces de Bill Gates o de Steve Jobs, pero la comunicación del puerto de Avilés con otras de aquí y del extanjero, procuraba cosmopolistismo cosa fina. Es decir: conocimientos e ideas, y el correspondiente intercambio con otros pueblos y culturas. Intelectualmente estábamos en la pomada.

Al lado de la histórica iglesia y al fondo, en el lugar que hoy ocupan el grupo de casas, estuvieron situados los alfolíes avilesinos.

Materialmente, de todos los productos con los que traficaba Avilés, sin duda fue la sal la que provocó un mayor desarrollo comercial en la población. Muy pronto se demostró su valor estratégico en lo económico y muy poco tiempo tardó la Corona en hacerse con el monopolio de su almacenamiento y distribución, por el que percibiría sustanciosas rentas.

Teníamos el más importante almacén de sal de Asturias. Y de él dependían el resto de los núcleos de almacenaje más próximos (Villaviciosa, Llanes, Luarca, Gijón y Pravia), fijándose desde Avilés las normas e incluso las unidades de medida para el comercio de sal, que tenía variada procedencia, por ejemplo la que nos llegaba desde el puerto francés de La Rochelle, la famosa sal de Saint Nazaire, hoy ciudad hermanada con Avilés.

Los alfolíes, estaban a pie de obra, o sea en el muelle tradicional de Avilés, donde sazonaban el pescado para su traslado al interior peninsular que también necesitaba de sal empaquetada, para sazonar las carnes.

Los almacenes salíferos estaban en el meollo urbano del poder medieval avilesino. Unos escasos metros donde se amontonaban el puerto, dos puertas de la muralla (la del Mar y la del Puente), la casa palacio de Los Alas y también luego Camposagrado, la iglesia de San Nicolás de Bari (hoy ‘De los Padres’), plaza de Carlos Lobo (entonces plaza San Nicolás), capilla de los de Las Alas (delante de la cual se reunía el Ayuntamiento) y el tramo final de la calle mayor, o sea La Ferrería.

Fue una época dorada para Avilés. Y a efectos de ‘grandeur’, de poderío, para ver algo parecido a la riqueza generada por los alfolíes de la sal, hubo que esperar a que en el siglo XX nos cayera una ENSIDESA encima y nos hiciera líderes europeos en la industria del acero.

Pero ‘La Empresa’ –como llamaban sus trabajadores a la siderúrgica– también desapareció y con ella empleos a millares. Y en la calle de Los Alfolíes, una de las mas cortas de Avilés, cerraron, el otro día como el que dice, ‘La Parra’ (Merluza a la avilesina) y ‘El Llagarón’ (Rioja quinto año Berberana). Hoy solo quedan cuatro faroles y a media luz, por lo que te puedes topar de sopetón con la crisis en cualquier esquina, sin comerlo ni beberlo.

Son tiempos de sangre, sudor y lágrimas. Elementos del cuerpo humano, todos ellos, con sabor a sal. Lo que son las cosas, oiga.

Menos mal que después de una semana de aguaceros y huracanes, hoy, aquí en Avilés, donde estuvo el fabuloso alfolí de la sal, salió el sol.

El que no se consuela es porque no quiere. 

Los episodios avilesinos es un blog de La Voz de Avilés

Sobre el autor

Espacio dedicado a aspectos históricos, biográficos, costumbristas y artísticos, fundamentalmente de Avilés y su comarca actual, así como a territorios que, a lo largo de los siglos, le fueron afines. Tampoco se excluyen otras zonas del planeta


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