Fue por el XVII, aquel siglo del barroco, cuando Avilés se lanzó a crecer en el aspecto urbano. Que buena falta le hacía.
Porque estaba totalmente estrangulada por la muralla que la protegía. Se había quedado chica, la Villa, para una población que no dejaba de crecer. No era plan.
Así que los notables trazaron un Plan –el histórico crecimiento barroco– cuya premisa principal era saltarse el corsé amurallado que la venía defendiendo.
Y la Villa se abrió hacia el sur –que al norte estaba la mar– comenzando toda una siembra de palacios en la plaza de España (el municipal y los de Ferrera y García Pumarino). Pero cuando estas mansiones andaban en el empeño constructivo o aún eran proyectos vertidos en planos, comenzó la construcción de las calles Galiana y Rivero, que ampliarían la villa y vendrían a paliar los problemas derivados del crecimiento demográfico derivado del constante progreso mercantil de Avilés.
En 1663 se construyen las primeras casas en la galiana o cañada o riera, que bajaba desde El Carbayedo. En Rivero hubo que poner orden en aquel pequeño arrabal de casas –Hospital de Peregrinos incluido– que se habían ido asentando, a la vera de la ría, desde hacía un montón de años.
Desde entonces, estas calles, son tan distinguidas como alegóricas y tan fascinantemente sutiles que no se sabe si aterrizan en el Parche o despegan de él. Calles barrocas, con todo su sabor, muy difícil de encontrar hoy en España y parte del extranjero, oiga.
Luego está ese paralelismo en usos y consumos. Nacieron como calles comerciales, habitadas por artesanos. Pero también fueron encauzamiento de transportes de las mercancías que llegaban al puerto de Avilés, o de las que se embarcaban en el mismo. Por Rivero se marchaban las importaciones hacia Oviedo y Castilla. Por Galiana llegaban cargamentos para la exportación procedentes de la Asturias campesina, de aquí a Grado.
Ambas fueron, o son, también, calles de movida. O sea bebida.
Y las dos tienen también capillas religiosas. En Rivero el Santo Cristo para unos, o ‘San Pedrín’ para otros; por las mismas andan en Galiana con el Ecce Homo, más conocido como ‘Jesusín’. Una familiaridad a la avilesina tan respetuosa como difícil de explicar a visitantes.
Las dos calles tienen su correspondiente fuente de los caños. Conviene no olvidar que Galiana llegaba hasta El Parche, hasta finales del siglo XIX cuando surgió la calle San Francisco (por entonces, La Canal), donde ahora se ubica, frente a magistrales edificios, la mágica fuente con el nombre del santo italiano.
Y para que la romería descriptiva sea completa, ambas se iniciaban con un palacio a su izquierda. En Rivero, el de García Pumarino (también conocido como Llano-Ponte), actual sala cinematográfica. Y en Galiana, el palacio Ferrera.
Y si Rivero tiene un cine, Galiana es calle de cine, de rodajes quiero decir.
Tan cosidas por orígenes, destinos y fines son, que mirando un plano, semejan alas barrocas que abrazan ese milagroso bosque urbano llamado parque de Ferrera, al que desde ambas se tiene acceso.
El escritor Armando Palacio Valdés, vivió –de niño– en Rivero. Pero quizás no sea tan conocido que la calle Galiana llevó durante algunos años su nombre. Aunque si el lector es medianamente conocedor de la historia local, sabrá que aquí, en Avilés, una de las ‘diversiones’ favoritas es cambiar el nombre de las calles.
Cada una tienen poetas locales de solera: Ana de Valle, en Galiana y ‘Lumen’ en Rivero. Y en ambas domiciliaron centros privados de enseñanza resonados: En Rivero, el propio ‘Lumen’ (y sucesores: María Luisa y Rubén) y en Galiana ‘Don Floro’.
Desembocan su belleza en la misma calle (avenida de Cervantes) produciéndose –en dicho trance– un brutal choque estético con edificios mostrencos, por altura y ausencia de finura.
Rivero y Galiana son dos episodios aparte que alimentan la emoción estética de propios y extraños porque tienen alma, corazón y vida.
Son una pasada monumental.
(Artículo publicado en el diario ‘La Voz de Avilés’ el 25 de septiembre de 2011)