(En 1847 la decisión de desmontar las campanas de la iglesia de San Nicolás de Bari para llevarlas al convento ovetense de Santa Clara, hizo estallar un motín en Avilés que obligó a intervenir al ejército)
Confieso que tengo pintado un paisaje de tragedia cuando pienso en las historias que rodean a las campanas de Avilés.
Y conste que a mi me gustan. Sus sonidos me llevan directamente y con alegría o pena a la niñez tanto cuando redoblaban anunciándome fiesta y por tanto pasteles, como cuando el toque de difuntos, machacón lamento de muerte en el aire, me alteraba.

Las llamadas 'Campanas' utilizadas en la cimentación de ENSIDESA.
Pero han ido quedando, mayormente, marginadas por otras costumbres que han camuflado su música elemental que componía todo un lenguaje difusor de lo religioso (el ángelus, el rosario, la misa, etc.) pero que también se extendía a la vida civil anunciando con determinados toques reuniones de Juntas o los redobles que celebraban alegrías colectivas cuando no tocando arrebato, alerta máxima en caso de fuego o desgracia grande.
Escribo desde Avilés donde al hablar de campanas hay, necesariamente, que incluir unos terribles artilugios constructivos, conocidos como ‘las campanas’ que sembraron de cemento –y también de desdicha humana– buena parte de la margen derecha de la Ría para poder asentar allí las instalaciones de aquel ingenio siderúrgico llamado ENSIDESA, en los años cincuenta del pasado siglo XX. Un drama reflejado en reciente documental cinematográfico (dirigido por Isaac Bazán y José Valle) que tuvo un éxito rotundo de espectadores.

Iglesia de San Nicolás de Bari.
Pero en esta mi asociación de campana a tristeza, cuando no a tragedia, quien tiene mayor culpa es la Historia. Y ya no voy a acudir a las crónicas de hechos acontecidos ocasionados por catástrofes como aquella de 1775 cuando un violento terremoto «hizo sonar la campana del reloj de la villa siete veces, sin saber la hora y al cuarto de hora otras siete, amedrentando la población» o la del tsunami que Avilés sufrió, también en el siglo XVIII, cuando –aparte de lo que pasaba en la Ría– en tierra el temblor era tal que «las pesadas campanas de metal de las iglesias de la Villa comenzaran a repicar, provocando momentos de pánico y desconcierto».
Pero el hecho más grave relacionado con ellas ocurrió en el año de 1847 de aquel siglo XIX quizá el más convulso de la historia española tan abundante en guerras, revueltas, sublevaciones y desórdenes.
Avilés no fue ajeno al ambiente crispado en toda España y también aquí estallaron dos motines populares. Me referiré al primero conocido como el ‘Motín de las campanas’ y ocurrido en el convento de San Francisco, actual iglesia de San Nicolás de Bari.
Del convento habían sido expulsados en 1836 los frailes Franciscanos –llevaban en él desde el siglo XIII– en virtud de la controvertida Ley de Exclaustración. Y, sin embargo inexplicablemente, en 1837 las autoridades asturianas autorizan a las monjas Clarisas (que a su vez habían sido expulsadas de su convento de Santa Clara de Oviedo) a utilizar el convento avilesino del que habían sido expulsados los Franciscanos.
Las monjas permanecieron en Avilés diez años, hasta que en 1847 la autoridad provincial las remueve nuevamente al monasterio ovetense de donde las había obligado a salir. Otra decisión que tal baila.

Serrat a pie de campanario.
El caso es que la Abadesa de las Clarisas solicitó autorización a la Autoridad Civil y Eclesiástica de la Provincia para llevarse a Oviedo las dos mayores campanas de la torre. La autorización fue concedida por la autoridad provincial y ahí se armó la de Dios es Cristo.
El Ayuntamiento, con Francisco Quevedo (no confundir con el famoso escritor) al frente, se niega. Y es que el ambiente entre la ciudadanía estaba electrizado ante lo que consideraban un expolio y una afrenta a Avilés, el hecho de que se llevaran aquellas campanas costeadas además, en su día, por suscripción pública la mayor de ellas (306 Kg. con un diámetro de 80 centímetros y una altura de 78) y la segunda por la popular Cofradía de San Antonio.
A cada intento de bajar las mismas de la torre del convento, el lugar se llenaba de avilesinos tratando de evitar la maniobra. Y así una y otra vez.
Las autoridades provinciales comienzan a perder la paciencia y de nada sirven las negociaciones que quiso entablar el consistorio avilesino utilizando ante la autoridad provincial al influyente marqués de Ferrera. Que si quieres arroz Catalina.
Total que como quiera que la población ‘amotinada’ impedía –ocupando convento y torre– que se llevaran de Avilés las campanas a la capital, desde ésta la autoridad provincial ordenó la ocupación militar de la villa (acompañado de algunas prohibiciones como reuniones y manifestaciones) entre el 24 y el 28 de febrero, siendo descolgadas las campanas y transportadas a Oviedo.
El Ayuntamiento fue acusado de complicidad y el alcalde multado y aunque posteriormente se le condonó la multa, en el ambiente quedó una frustración ciudadana que estallaría tres meses más tarde en otra revuelta que ésta si que tuvo un final trágico. Hablo del ‘Motín del maíz’ o ‘Motín de la fame’, un episodio aparte.

Monasterio de San Pelayo de Oviedo, en cuyo jardín está -como adorno- la campana mayor de Avilés.
¿Y que fue de las campanas que se llevaron las monjas Clarisas? Sobre esto publicó Agustín Albuerne, franciscano seglar, en LA VOZ DE AVILÉS del 10 de julio de 2007, un articulo donde explica que las monjas que se llevaron de aquí las campanas, las vendieron cuando volvieron a ser expulsadas, nuevamente, de Oviedo y trasladadas a Villaviciosa. Al no poder llevar (por su peso) la campana grande la vendieron (4.662 reales de vellón) en 1880 al monasterio de San Pelayo de Oviedo que la instaló en su campanario hasta que en 1992 fue retirada del mismo y pasó a adornar el jardín ovetense de las monjas Pelayas.
Historia triste que me remite a Joan Manuel Serrat, de quien en su estancia en Avilés conservo una foto –publicada en ‘Asturias Semanal’– a los pies del campanario de San Nicolás de Bari, el del motín. La foto de Serrat es de tiempos anteriores a su monumental ‘Mediterráneo’, cuando una de sus piezas más sonadas era ‘Canción de madrugada’ (‘Cançó de matinada’) aquella donde canta «Nos lo ha de decir la voz temblorosa y triste de un campanario, un golpe de luz y el grito de una garza que ha despertado».
Conste que en el centro de Avilés ha resucitado, en parte, el sonido de las campanas desde hace diez años cuando la parroquia de San Nicolás (donde estuvieron las del motín) adquirió tres nuevas.
De campanas, campaneros y campanarios vamos en Avilés dignificados cuando no damnificados.