(Edición especial 28 diciembre 2016)
«Así las cosas, llegó el año mil y tantos, cuando Fernando é Isabel (a) Los Católicos, ocuparon el trono, viniendo á Avilés á los cuatro meses, seis días y ocho horas de ser elegidos, con el objeto de pasar aquí el verano. Con tal motivo preparáronse grandes fiestas y regocijos públicos (Grandes fiestas de San Agustín, 1490) en honor de tan ilustres huéspedes, como carreras de velocípedos, regatas en el Tuluergo, iluminaciones, carreras de burros, cucañas, etc.
El festejo que más llamó la atención, sin duda alguna, fué las grandes carreras de caballos que se celebraron en la carretera de Salinas, revistiendo gran importancia por haber tomado parte en ellas los monarcas, que tenían verdadera fama de jinetes consumados, dejando tamañitos á todos los de aquella época. La tal fiesta fué presenciada por numeroso público.
Dióse la señal por medio de gruesos palenques. Salieron á disputarse el premio, consistente en un reloj de nikel y una cesta de pavías de Candamo, el rey en persona y un hijo del país llamado Valeriano. Montaba el primero un fogoso caballo andaluz y el segundo una soberbia mula, saliendo vencedor el monarca que llegó á la meta treinta minutos antes que su contrincante, siendo el soberano aclamado por el pueblo, y obsequiado con un pasacalle por una banda militar (‘Pan y Toros’ Marcha de la Manolería) contratada para las fiestas.
Tocóle luego el turno á doña Isabel, que por no ser menos que su esposo, quiso también tomar parte en aquel sport, dejando á su contrincante á mitad de camino. El entusiasmo del pueblo, no reconoció entonces límites, prorrumpiendo en vítores y aplausos hacia los monarcas, reconociéndoseles como los mejores jinetes de aquella época, viniendo desde entonces aquellas célebres frases: ‘Tanto monta, monta tanto, Isabel, como Fernando.’ Si bien la mayoría del pueblo era partidaria de que montaba más el rey.
Mientras permanecieron Los Católicos en la villa, todo eran fiestas y jolgorios, teniendo el Ayuntamiento de entonces que hacer un empréstito para pagar tanta juerga.
Una calurosa tarde de Julio estando los soberanos en su hermoso palacio de Santa María del Mar (del que ya no queda ni rastro) oyeron á la puerta principal dos fuertes aldabonazos. (Algunos historiadores los hacen subir á cuatro, pero está probado que sólo fueron dos… sin repique). Acudió presuroso un paje, encontrándose con un desconocido cubierto de polvo y jadeante, que resultó ser nada menos que Cristóbal Colón, que á todo trance quería celebrar una interviú con los Reyes. Pasado á la sala de recibir, donde fué bien recibido por la bondadosa doña Isabel, ésta le preguntó el objeto de la visita, y el bueno de don Cristóbal la manifestó que se le había metido entre ceja y ceja descubrir lejanas tierras, allende los mares.
La reina entonces, y viendo la terquedad de aquel forastero, decidió el protejerle, dándole carta blanca para todo aquello que necesitase, pero pareciéndole luego exorbitante la cantidad que aquel hombre necesitaba, para su proyecto, decidió empeñar todas sus alhajas á un prestamista que por aquel entonces había en la calle del Sol, consultando antes el caso con su marido, que accedió á los deseos de su regia compañera.
Una vez decididos ambos á dar su protección a Colón, para que pudiese pasar el ‘Golfo de las yeguas,’ diéronse las órdenes necesarias para que sin pérdida de tiempo empezaran á construirse, tres grandes embarcaciones llamadas ‘Carabelas,’ a las que después de terminadas se les pusieron los nombres de ‘Pinta,’ ‘Niña’ (llamada así por ser la más pequeña) y ‘Santa María’ (por haber sido construida en Santa María del Mar).
Una vez listas ocupóse el bueno de Colón en buscar gente que las tripulase. Envió un expresivo telegrama urgente, con contestación pagada á los hermanos Alfonso y Paco, más conocidos por el apodo de los Pinzones (llamados así por la gran disposición que tenían para amaestrar la clase de pájaros que lleva este nombre), ricos navieros andaluces y constructores de gabarras marca ‘Giralda’. Sin titubear, los dos gemelos aceptaron gustosos las proposiciones que Colón les hacía, que eran las siguientes:
Viaje en tercera de ida y vuelta, siete pesetas diarias y un traje á la medida. Una vez hallado todo el personal necesario para aquel arriesgado viaje, encomendó Colón á los Pinzones el mando de la ‘Pinta’ y ‘La Niña’ embarcándose él en ‘La Santa María’ como almirante y jefe de la expedición.
Eran las tres y minutos de una tarde de verano. La carretera de San Juan hallábase atestada de curiosos, que en crecido número acudían á la dársena para despedir á Colón. A las seis de la tarde dióse la señal de partida. Abandonaron las carabelas los que no tenían pasaje, y aquellas tres embarcaciones se deslizaron majestuosamente sobre la tersa y húmeda superficie. Ondearon en el aire miles de pañuelos, más ó menos limpios, y se oyeron mil aclamaciones.
Los monarcas salieron en uno de los vapores dedicados á la pesca hasta fuera de barra, para despedir de este modo á aquel hombre especial».
(Texto de José Martín Fernández, rescatado el 28 de diciembre de 2016, fiesta de los Santos Inocentes, de la ‘Historia Cómica de Avilés’ publicación editada en 1894 y de la que también son autores: José Villalaín, Joaquín Graña, Alfredo García Sánchez, Marcos del Torniello, Alberto Solís. Horacio A. Mesa y F. Talens y Ramírez).