Conozco el Campillín desde que tengo uso de razón, como muchos de ustedes. Para mí, un niño educado en los Padres Dominicos de Oviedo durante quince años, subir al Campillín, cuando ya éramos tan mayores que nos permitían salir al recreo en las proximidades, era ver nuestro colegio desde una atalaya privilegiada que nos hacía sentirnos dueños del edificio donde nos educaban. Era una platea para observar los patios, las aulas,la Iglesia…
Después, cuando la vida me llevó ala Facultadde Derecho en el lejano Campus de El Cristo, volvía de vez en cuando a sentarme en sus bancos, en esas mañanas de Otoño o Primavera en la que veía a las futuras generaciones jugar en mis mismos patios, aprender en mis mismas aulas. No era un parque precioso, puedo reconocerlo, pero los lugares son bonitos porque en ellos viven las personas y cada sitio conserva la historia de lo que uno ha vivido.
Años después, me vine a vivir al barrio. Y por eso paso por el Campillín a diario. Desde allí veo los patios y los bancos que marcaron mi juventud. Lo que ocurre es que ahora atravieso con prisa, y por eso no me detengo a ver la primavera en los árboles, o los niños que juegan en el parque con atracciones que, en mis tiempos, se limitaban a un balón y dos jerseys o dos mochilas haciendo de porterías. No es más feliz quien más tiene, sino quien menos necesita, decía siempre mi abuelo.
El pasado sábado atravesé el Campillín hacia las 9 de la noche. Hace ya un tiempo que su parte superior, la más próxima a Arzobispo Guisasola, la ocupan unos individuos a los que la droga ha hecho flacos favores y que se encuentran en esa fase vital en la que ya pocas cosas importan. Acaso compartir un cartón de vino barato y buscar la esperanza de un nuevo rato de alivio de los dolores que la propia droga les causa cuando les falta.
Pero son inofensivos. Aparte de que carecen de fuerza vital para hacer daño a nadie que pese más de cincuenta kilos, se limitan a pedirte una moneda y ni siquiera te recriminan si no se la das. Todos lo saben y por eso comparten el parque con ellos en un ejemplo de que la vida no es peligrosa si uno sabe con quién y cómo tratar.
Pero a esa hora había un despliegue policial sin precedentes. A la entrada superior atisbé dos furgonetas estacionadas y no menos de nueve agentes en la zona donde habitualmente se encuentran los toxicómanos. Pensé que alguna pequeña reyerta por bienes tan absurdos como una pulsera de tela o un vaso de plástico con miles de usos, podría haber ocasionado un incidente.
Mi sorpresa al llegar fue que los agentes no vigilaban a los toxicómanos. Pedían la identificación a un grupo de jóvenes, perfectamente vestidos y arreglados, oliendo a colonia cara, que bebían de botellas enormes en los bancos situados enfrente. Sin duda comprobaban que tenían la edad para beber, y, por el resultado de las súplicas de alguno de ellos, no se daba en todos los casos.
Nuestra policía tiene que controlar a los jóvenes, para que no beban antes de la edad permitida, antes que a los toxicómanos. Podríamos pensar simplemente que evitan que acaben como aquéllos a una edad temprana, pero también nos da una escena muy preocupante de nuestra realidad.
Horas después, tras haber cenado con unos amigos, volvía a casa hacia la 1 de la mañana. La soledad de El Campillín, era plena. Me sorprendió que no hubiera nadie, pues no era tarde para un sábado noche. Eché de menos (en el buen sentido) a las prostitutas de raza negra que llevan en ese lugar años realizando su trabajo en las condiciones que sean. Esas que te invitaban con un gesto de cabeza o con una palabra a gritos.
La crisis también se las ha llevado por delante. Pobres esclavas del último escalón del sexo barato que vendían su cuerpo y su alma a precios irrisorios, también se han visto apartadas de la calle porque los clientes ya no tienen ni para pagar el exiguo estipendio solicitado. A veces no es necesario prohibir, porque el propio mercado desaparece.
Cuando salía de El Campillín con un amargo sabor de boca, un hombre de unos sesenta años rebuscaba en un cubo de basura. Abría las bolsas sin rubor. En una de ellas sacó una especie de chocolatina y comió su contenido. Al sorprenderme mirándole, masculló una sola palabra: “Perdone”. Le hice un gesto con la mano, queriendo indicarle que no me debía perdón alguno.
Salí de El Campillín con ganas de haberle pedido perdón a él. Porque quizá todos, por acción u omisión, seamos los culpables de que alguien tenga que comer de la basura. Sé que no es la escena de la mayoría de nuestros hogares, pero si algo tenemos que hacer, es dotarnos de las fuerzas necesarias para que nunca nadie tenga que volver a rebuscar entre nuestras basuras. De la crisis a la pérdida de la condición humana hay un solo paso, y ese es el que no debemos dar jamás.
Esta mañana me he levantado un poco antes para ir a trabajar. He atravesado El Campillín. Lo he dicho muchas veces pero cada día lo creo con más fe. Solamente con el esfuerzo de todos podremos salir de esto. Más con menos, y compartido con quien lo necesita con apremio.