El pasado viernes recibí la llamada de unos clientes americanos. Hacía, al menos, seis o siete años que no venían por España y me llamaron con urgencia porque venían a verme a Asturias. Les indiqué amablemente que iniciaba mis vacaciones estivales y que, al día siguiente, me iba a la búsqueda de un sol que esta Asturias nos niega, pero nada, que venían a verme, aunque fuera unas horas, para cenar juntos.
Una vez que asumí que no me libraba, les pregunté qué querían hacer esa tarde y noche del viernes. Ya conocían Oviedo a fondo de otras visitas, y el Prerrománico, y Gijón y algunos otros rincones de esta Asturias, que, pese a que nos niega el sol, queremos y mostramos con orgullo.
Y me insistieron en que querían algo típico. Que ya conocían muchos lugares clásicos y que si no había un mesón especial (el término “mesón” es suyo, lo prometo) o alguna fiesta que pudieren ver. Se me iluminó la cabeza. Claro que sí. Si algo tiene Asturias en julio y agosto son fiestas populares. De eso hay para aburrir.
Les comenté que no sabía si les gustaría. Que ese mundo de la fiesta “de prau” es muy lejano al de Dallas, Texas, de donde provienen, ciudad en la que, tal como yo mismo padecí, conducen una hora y diez minutos desde su casa hasta el polígono industrial de sus trabajos. Donde los vecindarios no existen, porque las urbanizaciones se los han comido y los han deglutido. Donde los supermercados tienen capacidad para 15.000 clientes. Donde, definitivamente, uno no sabe ni el nombre de su portero, porque no existe, sino que una máquina limpia, otra siega, y una centralita contesta a los propietarios sobre sus inquietudes.
Pues bien, dado que no quieres taza, taza y media. A la verbena de El Carbayu a Lugones. Si quieres fiesta típica, y “barullu”, y todo lo que conlleva, nada mejor que el Carbayu.
Fui advirtiéndoles en el trayecto desde el aeropuerto que íbamos a algo muy típico asturiano, que era distinto a lo que conocían, pero era tanta la pasión que demostraban por conocerlo que a uno ya le daba apuro insistir.
La experiencia fue un espectáculo. Ver una verbena asturiana con ojos de Texas, es una de esas cosas que, cuando a uno le ocurren, tiene que compartirlas. Les voy contando lo que me decían. Desde el momento en que llegamos y les extrañaba ver una finca delimitada con cordeles para aparcar los coches, hasta que la persona que te daba el ticket, al ver a dos americanos, insistiese durante diez minutos en explicarles el origen de la fiesta del Carbayu, en el inglés que dominaba, que no es otro que el asturiano puro y duro pero hablado despacio y muy muy alto.
Al llegar al prau de la fiesta, los ojos no sabían dónde mirar. Comenzaron insistiendo en comprar unos churros, pues les llamaban la atención las enormes freidoras. Comenzaron bien. Creo que la segunda bolsa fue un exceso. Pero yo, que ya soy perro viejo, por supuesto no comí.
Las atracciones no les cabían en la cabeza. John, el cabeza de familia, que es ingeniero de caminos, canales y puertos en el equivalente de las titulaciones españolas, se pasó no menos de diez minutos examinando y tocando los “tacos de madera” que eran el soporte de la atracción sobre el prado, insistiéndome en que ninguna autoridad de seguridad habría podido pasar por allí. Me lo acabé llevando cuando el propietario de la atracción, de raza gitana y cara de pocos amigos, empezó a preguntar qué narices nos ocurría.
Un poco de sidra calma el ambiente. Incomprensibles para ellos, según me decían, unos chorizos a la sidra que salían de una pota sin fecha de caducidad ni origen, y que se comen en platos de plástico, y magnífica a su criterio, la gran paella que se pudo degustar a pie de escenario. El hecho de que cientos de vendedores ambulantes vendieran producto de imitación sin ninguna licencia, mejor ya ni comentarlo.
Cuando creímos que habíamos cumplido (ya saben que los americanos son de pronta retirada), se subió la orquesta – Waikas, creo recordar – al escenario, y empezaron a ensayar. Me dijeron que querían verlos un poquito. Y aguanté hasta que comenzaron, cuando marcaba el reloj las doce menos cuarto, y se acababa el vienes para comenzar el sábado. Dos canciones aguantaron. Dos exactas.
Salieron del prau de la fiesta con los oídos tapados por las manos y la cabeza agachada, como si cayesen bombas.
En el coche, hasta su hotel, me gritaban como si vinieran del mismo Irak. No dejó de ser una experiencia para ellos, pero también para mí, que he querido compartir con ustedes. Quizá nunca hubiéramos ver, desde esta Asturias nuestra, una romería con ojos tejanos.