EL BABEL IDEOLÓGICO
Les contaba yo el pasado martes que venía con la firme intención de compartir con ustedes cosas que había visto en vacaciones y que fueran dignas de consideración, a mi humilde entender. Los escritores, y los aprendices de ello, tenemos la costumbre de mirar y observar, apropiarnos de datos de otros, para ponerles unos aditamentos y crear historias, acaso cercanas, acaso lejanas, a aquello que vimos.
El pasado martes nos lo impidió el despliegue del Sheriff Rosón, al que no me pude resistir, pero hoy sí que quiero compartir una pequeña aventura que a mí me motivó reflexión, y espero que a ustedes también.
Una de esas mañanas que tiene la costa de Huelva que solamente allí se dan, estaba en la playa tranquilamente leyendo una novela de Leonardo Padura, nuestro Premio Princesa de las letras de este año 2015 (“Pasado perfecto”, absolutamente recomendable) mientras mis hijas jugaban en la arena a escasos metros de mí. Era una radiante mañana de agosto en la frontera hispano lusa.
Un ratito después, mi hija pequeña se aproximó a mí para decirme que un niño le estaba tirando arena. Como todo padre responsable, ni siquiera levanté la vista de mi ebook. Le indiqué que hablase con el niño y le dijese que no le gustaba que le tirasen arena. Los problemas de niños han de aprender a solucionarlos ellos mismos.
Unos minutos después, mi hija regresó con idéntica cantinela. Afirmaba que el niño debía ser sordo, porque le había dicho varias veces que no le tirase arena y no le hacía caso. Saqué mi vista de la historia del detective Mario Conde, protagonista de la novela de Padura, y miré al niño. Le calculé unos tres años y dije a mi hija que insistiese con el niño. No merecía mayor reflexión.
Intentaba volver a la lectura, pero los gritos de mi hija me lo impidieron: ¡Que me dejes de tirar arena!. No me quedó sino aproximarme. Miré al niño, que no sacaba la cabeza de su cubo y le piqué en el hombro. Me miró y le dije en tono paternal que a nadie le gustaba que le tirasen arena, y menos a los ojos.
Me miró como si fuera un zombi. De repente, una niña que tendría ocho o diez años –que a la postre resultó ser su hermana mayor – , que estaba a unos metros del niño, le dijo algo en Euskera. El niño me miró y me dijo: “Bai”. Incidente concluido.
Iba a retirame, pero la curiosidad mató al gato, aunque éste murió sabio. Me acerqué a la niña y le pregunté si su hermano no me entendía. Me dijo que no. Que estaba en segundo de infantil y que en la Ikastola en infantil solamente hablan Euskera. Que español no se estudia hasta primaria.
“¿Y cómo se entiende con la gente?”, pregunté, atónito. “En Euskera, ¿cómo va a ser?”, me respondió la niña con toda naturalidad. De pronto una chica gritó algo, nuevamente en Euskera, desde la orilla, el niño recogió su cubo, la niña se levantó y se fueron a su lado.
La historia me ha dado vueltas durante todo el mes de agosto. Y por eso consideraba justo compartirla con ustedes. En algunos lugares de este país, hemos llevado la ideología hasta el extremo de hacer que nuestros niños no puedan hablar con otros de su mismo país, no entiendan que les piden que no les tiren arena, porque hasta primaria no aprenden español. Como si el español fuera un elemento prescindible, una optativa, una versión de un conocimiento, un helado tras la comida, algo que no tenemos porqué tener, que no tenemos porqué comer.
Algo debemos cambiar. Estoy seguro que, a este ritmo, las futuras generaciones tendrán mucho que echar en cara a quienes han hecho locuras como ésta.