CONVERSANDO CON LEONARDO PADURA
El pasado jueves tuve el honor de charlar con un Premio Princesa de Asturias de las letras, el único de habla hispana desde que Augusto (Tito) Monterroso, el del dinosaurio que seguía allí, lo recibiese en el año 2000.
Era Leonardo Padura en estado puro. Solo le faltaba su ron y sus tabacos, porque “ya solo se bebe en los bares y ya no se fuma en ningún sitio”. Era una conversación tranquila, de un tipo pausado de quien uno admira la humildad con la que afronta la vida. Es un hombre que la primera vez que visitó Asturias quiso comprarse unos zapatos, pero solamente podía mirar los escaparates de la calle Corrida, porque tenía 40 dólares para 10 días de estancia. Prometo que me hubiera quitado los míos y se los hubiera dado, pero el Padura Premio de las letras ya no los necesita.
Me enseñó que era un periodista que supo dar a sus columnas un toque literario, que nunca perdió la poesía ni para contar un accidente de tráfico y que ahí estuvo su único éxito. Poder contar a los demás la esencia de la cosas sin caer en lo banal o lo prosaico.
Me contó que en la Cuba que le ha tocado vivir, en la que siempre ha creído y nunca ha abandonado – pese a que en la década de los noventa haya faltado de todo, en ese momento que, eufemísticamente, se llamó el “período especial” – no había libros para poder formarse. No podía comprar literatura porque con hambre uno no puede leer. Porque sin comida, los sueños ceden ante los rugidos del estómago.
Su charla tranquila te enseña a enfrentar la vida como viene, a admirar lo poco que uno ha logrado juntar y a protegerse de todo lo que no sea seguir aprendiendo cada mañana, como lector, como observador, como espía de vidas ajenas que poder llevar a un papel, para que luego, sesudos profesores le encuadren a uno en el “realismo mágico” o en los movimientos que quieran. Llevarse algo al estómago nunca fue tan importante para Padura como llenarse de letras, como engañar el hambre con historias. Allí, en aquel período especial, supo torear la necesidad de la mano de Vázquez Montalbán o Juan Madrid. Aprendió a combinar las páginas de la novela negra española con los “hervidos” de aquellas plantas que rescataban de los campos cubanos, único sustento de unos ciudadanos que vieron una isla, acaso la más bonita del Caribe, desmoronarse a manos de los que gobernaron con el miedo y la metralleta.
Pero Padura nunca se fue y nunca se rindió. Y aquel niño ateo a causa del juego de pelota (también me narró que prometió a su madre ir a la iglesia hasta que hiciera la primera comunión, si luego le dejaba ir los domingos a jugar a béisbol) se convirtió en un periodista con literatura en las venas y palabras correctas en sus artículos. Y un día, en que el hambre de la literatura fue incontenible con algún manjar barato, con café colado, con arroz con habichuelas, escribió su primera novela negra y nos llevó a enamorarnos de Violeta del Río o a deleitarnos después tras un cuadro en “Paisaje de Otoño”.
Padura me contó muchas cosas, y yo le escuché, casi sin pestañar, como el alumno que admira al maestro. Era un periodista con la maestría de un escritor, acaso un investigador privado frustrado, frente a un aprendiz de escritor, que hace labores de, acaso su verdadero sueño, el periodismo.
Padura me habló de música y pintura. Me diseccionó la historia de La Habana y la del pueblo de Israel que contó en su novela “Herejes” y, sobre todo, no modificó jamás su tono mesurado, le gustasen o no las preguntas que recibía. Siempre una palabra esencial, siempre el adjetivo en su sitio, siempre la mesura por bandera.
Me enseñó que vivir es beber y comer, y por eso la gastronomía es parte de su literatura, porque en la cultura hispana una mesa es el lugar de reunión de familia y amigos.
Tras más de hora y media de charla, salí de mi encuentro con Padura con la fuerza que recuerdo cuando comencé a escribir, hace más de quince años, volviendo a amar la literatura con la sinrazón que lo hacemos los que intentamos contar historias propias y ajenas.
Padura me ha enseñado muchas cosas en nuestra charla. Sí, es cierto, a mi lado había otras doscientas personas, pero Padura nos habló a cada uno de nosotros. Al menos conmigo lo hizo. Ahí está su magia.