EL RESILIENTE PODER DE LA PALABRA
Llevamos años escuchando que los periódicos han muerto. Que la era digital se los llevaría – o llevará – por delante. Que ya no hay nada nuevo bajo el sol. Que la inmediatez de las redes sociales hace que las noticias, a la mañana siguiente, estén caducas y que con el papel impreso desaparecerán los kioscos y sus propietarios, sustituidos por quienes meten los datos en las aplicaciones que nos informan a los treinta segundos de un atropello en Huelva, de la nieve en el Puerto de San Lorenzo, o de un nuevo atentado en Kabul.
Por eso, siempre que veo que la lucha sigue, me alegro del modo infantil en el que lo hace quien es parte de la batalla, quien cree que queda mucho por contar, y que no hay mejor momento que el del café matutino con el periódico en las manos, el olor de sus páginas y lo que nos narran sus redactores.
Traigo esto a colación porque esta semana hemos vivido una particular situación con el ERA, que, como bien saben, porque son lectores de estas páginas, gestiona las residencias de ancianos del Principado de Asturias. Desde dicho organismo se han remitido cartas a los sucesores de muchos que, desgraciadamente, fallecieron entre sus muros, no pudiendo asumir un desconocido coste por su presencia postrera en los establecimientos tutelados por la administración.
Todos sabíamos que la problemática existía, y sobrevivía latente, aguardando únicamente a que alguien la hiciese explotar. Y fue la administración, ayuna de numerario, quien decidió remitir esas cartas a los familiares, encendiendo la pira de la que aún se ven los restos. Todos los que conocemos ancianos lo sabíamos. Lo sabían los despachos profesionales donde se consultaba la problemática, lo sabía el camarero del bar que oía conversaciones al respecto. Todos, insisto, todos lo conocían, salvo algunos grupos políticos.
Y ahí llegó la palabra. Uno de los pocos inventos capaz de enfrentar la adversidad con cordura, ocupando el espacio justo, y surtiendo efectos devastadores para quienes pretenden ignorarla. Bastaron dos primeras páginas de EL COMERCIO, y el trabajo de sus redactores, para que una problemática privada, conocida y padecida por muchos, se convirtiese en problema de todos. En “viral” que se dice ahora, si bien no lo diremos, porque parece pertenecer a ese mundo de la redes que algunos ven enfrentado a esto que ustedes tienen en las manos, aunque no sea sino un complemento.
Por eso, cuando este diario lo contó y lo documentó, algunos grupos políticos parecieron aterrizar en aquello que todos sabíamos. Y promovieron una iniciativa para detener el asunto, y lo lograron en la Junta. Ahora se va a estudiar caso por caso y se va a tomar las cosas con calma, frente a las cartas amenazadoras de las siete plagas que se habían remitido a los familiares.
Quizá estos no tengan razón, pero pedían que se les escuchase y se analizasen los supuestos. Y ellos no pudieron lograrlo si no fuera porque el periódico – el caduco, el anticuado, el que se acabó con las nuevas tecnologías, el que ya nadie compra porque no hace falta – lo contó y lo fotografió, para que nuestros ojos lo conocieran y nuestra mente lo razonara.
Y ahí está la victoria de la palabra impresa. En seguir contando cosas. En seguir siendo importante para que los problemas se visualicen y se solucionen. Eso solo lo puede hacer ella. Y mientras la tengamos, estaremos a resguardo de la discrecionalidad.