VIAJANDO SIN GLUTEN
Este verano que agoniza en los comienzos de San Mateo he viajado algo, como ustedes, he comido en varios sitios, he disfrutado otros y me he decepcionado con algunos. Volver a casa y a estas páginas es siempre un lujo, y más ahora que sentimos este producto, EL COMERCIO de OVIEDO, como algo más nuestro, un proyecto que vamos a crear entre todos y que esperamos tenga éxito en una décima parte de la ilusión que tenemos quienes participamos en el mismo.
Pero bueno, que me pongo nostálgico. Que vamos a lo que venía a contarles. Que resulta que en esos viajes que todos hemos hecho este verano yo los he compartido con unos amigos cuya hija es celíaca. Ya saben, alérgica (no intolerante, ni que le afecta, ni le perjudica, sino que si lo ingiere, en media hora tiene que estar uno en Urgencias y puede costarle la vida) al gluten.
Si ustedes no lo saben – yo no lo sabía hasta hace poco – en esta vida que llevamos, el 95 % de los alimentos que comemos llevan gluten, harinas o derivados. Casi todo en lo que usted piense lleva trigo. El pan, las bases de pizza, las salsas, los aditivos, casi todo…
Y uno va por el mundo pensando que todos saben que las intolerancias alimentarias de los niños han de ser una prioridad. Hay quien dice que ahora son más alérgicos que antes. Yo discrepo. Creo que ahora se conoce, antes simplemente se fastidiaban y padecían. Es un mundo en el que todo está bajo control y donde la alimentación adecuada debe estar entre las más importantes.
Pues como les digo, resulta que uno anda por Europa y se lleva unas decepciones terribles. Italia mantiene como inasumible eliminar el gluten de sus dietas. Allí miran a los celíacos como bichos raros. Es como pedirse un agua en la Fiesta de la Cerveza de Múnich. Nada, un caso perdido.
Portugal sorprende agradablemente, no solamente en este tema, sino en otros muchos, porque se están adaptando al nuevo mercado turístico de un modo que, o nos espabilamos en España o nos van a comer la tostada. Tienen nuestro mismo sol, una preciosa geografía y la amabilidad que nos falta y el precio que son capaces de moderar. Pues bien, para los celíacos también tienen un trato digno, el que merecen, ni más ni menos, y los simbolitos de alérgenos que colocan en las cartas de los restaurantes no son meros cuadros de colores, son reales y se respetan.
En la que dicen era la capital de Europa hasta que un grupo de fanáticos decidieron volverse locos y volver locos a sus vecinos, Londres, la situación es muy complicada. Hay que llevarse la guía que portan los celíacos, buscar el restaurante, coger metros y taxis, para llegar a un lugar, supuestamente especializado, en el que, al fin y al cabo, a la pobre niña le acaban dando una hamburguesa sin pan o ni siquiera ofrecerle patatas, sabiendo que es tan sencillo como reservar una freidora para estos casos. Una profunda decepción. Un engaño los menús. Un retraso a la altura de países que acaban de llegar al primer mundo.
Por eso, cuando uno vuelve a casa, a leer EL COMERCIO de Oviedo, pasear por estas calles que son su hogar, y proviene de Gatwick, del Charles de Gaulle o del Caravaggio Airport, sigue estando orgulloso de llegar a la plaza de Trascorrales y entrar en lugares como “El Gato Negro”, donde sí es verdad que tienen una carta completa adaptada a los celíacos.
Y mirar a esa niña que disfruta comiendo mientras sonríe, sabiendo que, en su tierra, hay alguien que de verdad se preocupa por ella.