UN CUENTO DE TRISTE FINAL
Vamos a contar un cuento. A veces la realidad es tan cruda que solamente podemos digerirla con dosis de fabulación. Imaginando que ficción es lo que nos pasa cada día, que realidad es lo que soñamos. Que las calles son playas si las pisas tú, como dice la canción, o que siempre hay un príncipe azul, un final feliz y perdices que se cuentan por miles. Pero no siempre es así.
Fabulen ustedes. Imaginen que tienen un familiar – pongamos un padre – que es mayor. Además, imaginen que está aquejado de esa enfermedad incurable que nos está diezmando sin importar edades ni clases sociales, con nombre de signo del zodiaco y que evitamos nombrar solamente por tenerla lejos.
La esperanza es poca. La vida se va apagando, hasta que un día, en el Hospital, le dicen que es evidente que no pueden curarle, pero que hay una medicina experimental que puede darle tiempo, que es lo único que uno pide cuando siente que se acaba, y calidad de vida en ese tiempo. Ese día, en esa fábula, o en la realidad, que ya hemos quedado que eran la misma cosa, usted sonríe por primera vez en mucho tiempo, y le pasa la mano por la cabeza a esa persona (habíamos quedado que era su padre) sabiendo que por fin la medicina, que tanto investiga, lo hace de un modo aplicable a la realidad que usted conoce, que es la vida de su padre.
Usted sigue entonces las instrucciones que le da esa médico, ese ángel enviado a la tierra para dar a su padre lo que necesita en ese momento de desesperación. Le han dicho que se va a reunir el comité especial que aprobará la medicina experimental para su padre y que en breves días se la administrarán, y usted, que no tiene nada sino su fe en los profesionales de la medicina cuya labor es cuidarle, cree y espera.
Pero los días pasan, y usted ve a su padre sufrir y marchitarse. Por mucho que esto sea un cuento, el sufrimiento de los que tenemos cerca duele como si fuera propio, como si fuera real. Pasa una semana y un día, usted pregunta a una médico si está ocurriendo algo. La doctora de este cuento, que ha tenido un mal día, está sobrecargada de trabajo, le paga mal el Sistema Público de Salud o se ha enterado de que su pareja la engaña con otra, le replica que ella no puede estar en todo, que eso es cosa de la Farmacia del Hospital y que ella tiene muchos pacientes “jóvenes” que atender. A su padre, que se le iba la vida en esa cama, las palabras de la doctora en su presencia le apagan el escaso brillo que le quedaba en sus cansados ojos.
Usted se mueve, hace gestiones, llama y pide auxilio, y, tras muchas gestiones de cuento, sabe entonces que en la Farmacia del Hospital han perdido la solicitud de su medicación experimental, o se han olvidado de ella, catorce días después de que el comité especial la aprobase. Usted, iracunda, decide consultar a un especialista, que le recomienda que, visto que a su padre le están dejando morir en una cama con cuatro cuidados paliativos baratos, pese a lo mucho que le han prometido, debe sacarlo inmediatamente de ese hospital de cuento, que más bien parece un lugar no destinado a curar.
Sigue usted las instrucciones de quien le aconseja y presenta un escrito en el servicio de atención al paciente indicando que no le ponen el medicamento prometido a su padre y que va a pedir el alta voluntaria. Que se lo lleva a la sanidad privada. Que no sabe si lo podrá pagar, pero no va a seguir esperando todos los días viendo, cada mañana, esos ojos un poquito más cerrados. Luego ya veremos lo que pasa, pero la paciencia de todo mortal tiene un límite.
Por casualidad, no porque usted haya comunicado que se lo llevaba a la sanidad privada, que en los cuentos no podemos ser malpensados, esa misma jornada le comunican que ha aparecido el medicamento, diez días después, quince días después, tres semanas después … usted ya ni lo recuerda. Que se lo comenzarán a aplicar inmediatamente.
Acaba octubre y usted piensa que ha sido un mes horrible. Que podría contar una historia terrible en la que ajustase cuentas a todos los personajes que se han cruzado en este cuento y que no son dignos de llevar una bata blanca o encargarse de la farmacia de un centro público. Pero quiere ver el lado positivo. Al fin a su padre le administran por primera vez la medicina experimental, y quizá por certeza, quizá porque usted ya no quiere ver otra cosa, nota una mejoría inmediata y brutal.
Pero octubre no quiere irse dejando un buen sabor de boca. En la tarde del último día del mes maléfico de este cuento, su padre se cae en la bañera del hospital, un día antes de recibir el alta. Los médicos le indican el pronóstico fatal: es un derrame cerebral irresoluble. La caída es consecuencia del derrame o el derrame de la caída. Es otra de las cosas que el final de este cuento tampoco podrá resolvernos.
El día de todos los santos enterraron al protagonista de esta triste historia. No sabemos cuánto de importante, en este triste final, fue el retraso padecido en una medicación que parecía no merecía, porque acaso era viejo. Ahora es un número menos. Ya no causará gasto sanitario ni al sistema público de pensiones. Algunos podrán dormir tranquilos y cuadrar sus balances, espero.
Pero su hija, la verdadera protagonista de este cuento, nunca podrá perdonar a los que han hecho el papel de mirar más por los dineros que por las curaciones. Quienes juraron en su día por encima de todo la salud de sus pacientes y ahora hacen números en la farmacia para ver si, con nuestro dinero, que no es el suyo, deben pagar un medicamento caro para alguien que se va a morir, como usted y como yo, pero un poquito antes.
El final de este cuento se escribió ayer en el cementerio. No sabemos quién es el culpable. Es tarde para la historia. Ojalá no lo sea para otras.