Comparto con ustedes en esta mañana de martes que he descubierto uno de los secretos de la felicidad. Al menos del modo de aproximarse a ella. Es bien sencillo. Usted busca una playa que le guste. Puede escoger Atlántico, Cantábrico, Mediterrráneo (yo mismo he cambiado el Atlántico gaditano de mi último decenio por el Mediterrráneo almeriense), se ubica usted en el chiringuito más curioso, que decimos en asturiano, no en el de fritanga y lechuga con tomate, sino de esos chill out que ahora tanto abundan, y se riega usted el interior con mojito o gin tonic, que es lo cool.
Si, aún así, le sigue molestando el ruido, cosa que puede ocurrir con algún chunda chunda repetitivo, se mete en la mar, entierra la cabeza bajo el agua y escuche bien, eso que oye se llama silencio. Ahí abajo no hay crisis en Gibraltar ni laguna del Torollu, no existe Luis Bárcenas ni los apuros con el presupuesto municipal. Es sencillo, barato y la verdad, muy efectivo.
Bueno, el caso es que estos días me distancio un poco de los problemas diarios en Cabo de Gata, desde donde les escribo estas líneas. Desde aquí los problemas asturianos se ven pequeños y distantes, pero uno, como la camiseta del Oviedo, esa que sigue trayendo “Carlos” en la espalda y cuyo azul ha palidecido con los años, se los lleva de vacaciones.
He visitado, con toda la intención, la playa del Algarrobico, en el municipio de Carboneras. Es el inicio del Parque Natural y donde obra el hotel que impidieron continuar las protestas ecologistas y los juzgados de lo contencioso.
Ya sé que lo que voy a decir no es muy popular, y que ser ecologista es cívico, está de moda, y seguro que uno hasta liga. Pero yo no creo en tonterías en pleno pozo económico y con el siglo XXI desangrándonos. El hotel de El Algarrobico no es, como dicen, el ejemplo del ladrillo desbocado que por fin se logró parar. Al menos, no es sino un ejemplo más, pero hay otros, a escasamente un kilómetro, que ni se pararon, ni se intentó siquiera.
Esta costa almeriense está construida a tope, salvo en el trozo que ocupa el parque natural, pero el hotel tenía todos los permisos, cumplía los requisitos de integración en el parque, y su escarpada figura, que se amolda a la roca que lo sustenta perfectamente, hace que se vea mucho menos que otros mil que hay en la zona (mismamente, el que yo ocupo tiene la nada despreciable cifra de setecientas habitaciones).
Pero el de El Algarrobico tuvo menos suerte, solo eso. Tras haber realizado toda la tramitación administrativa que le pidieron, una mañana le entró por mal ojo a alguno que enarbola la bandera verde, aunque luego en su casa no tenga cubos de reciclaje.
Esa fue su mala suerte. Ahora es una mole de cemento, aún bonita, pero que se queda en la playa sin que nadie lo derribe. Y seguro que los ecologistas están más contentos así. Yo, sinceramente, no. El pueblo donde está vive del turismo, y trabajarían 250 personas en él. Ahora, siete años después, la mole sigue ahí. Y los ecologistas, ¿dónde están, que no les he visto?.