¡NECESITAMOS MÁS LUZ!
En esta cita que tenemos dos veces por semana hay lugar para todas las opiniones. Unos me han dicho que algunos días estoy más inspirado que otros, lo cual es lógico, y si no que se lo digan a mi mujer, y otros, lo cual no comparto, que las críticas y los halagos no los reparto equitativamente. Que me duele darle a los míos, pero tengo la estaca lista para los que no lo son. Que si hay un problema en el Gobierno Regional, lo recuerdo y lo machaco, y que si es en el Ayuntamiento de Oviedo, entonces se me olvida rápido.
Puede que sea así, no lo dudo. A uno siempre le duele menos decirle algo desagradable a un desconocido que a un hermano. Pero prometo que aprenderemos de los errores, o al menos intentaremos mejorar. Para eso estamos. Aunque esto de escribir tiene muchas lecturas, y desde aquella primitiva vocación de comunicación se ha pasado a la definición que el otro día le leí a la poeta bielorrusa Natalia Litvinova: “escribir es aproximarse a la herida para curarla con veneno”. Definitivo, sin duda.
Bueno, vamos al tajo, que se nos echa la mañana encima. Vamos a darles un pescozón a esos que algunos dicen que son los míos, exponiendo de antemano, como he dicho muchas veces, que no debo flores a ninguna dama, y que la gran libertad es que nadie te mande el dinero a casa, porque así la libertad sigue siendo la de verdad, la que no tiene ningún interés más allá de contar lo que uno piensa y la del teclado frente a uno mismo, que combina los caracteres como a uno le place cada mañana.
No me gusta la política de ahorro energético del Ayuntamiento de Oviedo en lo que se refiere a la iluminación. La política de encender una de cada tres farolas nos ha sumido en la penumbra. Hemos convertido nuestra ciudad en un crepúsculo perpetuo, al nivel de las peores ciudades europeas, donde uno, por las noches, siempre echa de menos poder ver las cosas.
Esta misma semana, en la que el otoño pareció querer acercarse un par de días, aunque se fue por donde vino sin mucho futuro, con mañanas de lluvia, a las 9 de la mañana era imposible ver la calle. Los niños iban al colegio acompañados de sus padres y agarrados a sus manos porque no se veía. Las mañanas son tres minutos más tardías hasta el 21 de diciembre y los detectores de las farolas parecen ser un poco cicateros.
Al igual que las comunidades de propietarios saben desde hace años que en noviembre no es necesario encender la calefacción, pero que hay mayos y junios que es precisa, nuestros detectores, y los que los gobiernan, parecen ser máquinas programadas a un horario, con independencia de la mañana que los alumbre (o que los oscurezca, deberíamos decir).
No hay nada más triste que una ciudad a oscuras. Si la realidad ya nos deja cada mañana el sabor amargo de la derrota perpetua que atravesamos en estos tiempos de penuria, la escasez lumínica abunda en esa sensación de desamparo. Condenados estamos a converger con Europa, y salir, algún día, a las 5 de trabajar. Pero mientras tanto, seguimos madrugando poco y trabajando hasta muy tarde. Y las 9 de la mañana o las 7 de la tarde son horas de actividad frenética en esta patria nuestra cuyo reloj sigue siendo discordante con la geografía en que se ubica.
Así que habremos de tomar medidas para que se solucione. Para que las farolas se mantengan encendidas mientras sea necesario. Para que no nos cueste distinguir nuestra calle o nuestro trabajo, o el vecino se convierta en una sombra que cruza en nuestro entorno. El coste no puede ser disparatado. Estamos hablando de racionalizar, no de malgastar. Y de dar a los ciudadanos lo que pagan, los mínimos elementos lumínicos para que su mañana sea un poco más agradable.
La vida ya es suficientemente oscura en estos momentos. No la ayudemos con un criterio miserable.