Ando realmente preocupado con la liberación masiva de delincuentes que nos toca vivir en estos días. Las noticias que leemos no pueden ser más desalentadoras. Dieciocho, veinte o veinticinco años de prisión no han minimizado su espíritu criminal. Los violadores, que casi siempre se han negado a ser sometidos a medidas para paliar su adicción sexual violenta, presentan gran peligro de reincidencia, los asesinos ocultando su rostro y sin indicar dónde van a ubicar su delictiva figura, y los etarras, lejos de arrepentirse (con alguna excepción que honra a los conversos) enarbolando puño en alto y homenajeados en sus pueblos, esos donde Bildu quiere seguir sembrando el terror durante décadas. Aquello de la “pantomima democrática” que les contaba el martes, ya saben.
En Oviedo ya tenemos alguno suelto en nuestras calles. Al parecer ha vuelto a su barrio de Ciudad Naranco, donde la gente empieza a cerrar rápido el portal y apretar contra sí el bolso. Como en nuestros peores recuerdos. Pero es lo que toca. Dura lex, sed lex, y ahora nos toca paparla a nosotros, los buenos, porque creemos en ella y la aplicamos para lo bueno y para lo malo. Pero cuesta mucho, la verdad.
No sé qué pasará si desgraciadamente tenemos una nueva ola de delitos de estos personajes que sabemos no arrepentidos y con potencial criminalidad inminente. Aislados, en muchas ocasiones, de personas normales durante los dos últimos decenios ( no había internet cuando entraron en prisión, imagínense) ahora nos queda conocer cómo van a comportarse en sociedad. La misma que destrozaron con sus delitos y que ahora les perdona, obligada por su propia ley. La que les condenó les absuelve. No intentemos entenderlo, asumámoslo, que es lo que nos toca.
Especialmente sangrante (si se pude decir así en el reguero de dolor que estamos viendo) ha sido la liberación de Miguel Ricart, el único condenado por la violación sistemática, asesinato y posterior abandono bajo un montón de tierra de las niñas de Alcasser. Un crimen que sobrecogió a la sociedad española, que ahora se ve obligada a olvidar. Olvidar para poder seguir, porque, en caso contrario, me imagino padres y hermanos, novios y amigos, escopeta en mano, cobrándose lo que llevan decenios esperando. Y eso sería la locura. La locura que no podemos permitirnos, porque seguimos siendo mejores que ellos, aunque nos cueste enormemente ver homenajes a quien puso una bomba que se llevó seis niños por delante.
Y esta situación boomerang que padecemos me ha llevado a recordar a Antonio Anglés. ¿Le recuerdan? Un apuesto joven moreno que, según confesaron sus compinches, fue el autor material del rapto y asesinato de aquellas niñas que no hicieron más que salir una noche, a disfrutar de su juventud. Lleva dos decenios huido de la justicia, y pese a que se le ha buscado en media docena de países, no se ha podido dar con él. Ha estado y sigue libre, pese a haber cometido un delito atroz.
¿Qué pensará semejante individuo mientras ve lo que está pasando? Me consta que durante unos años la Fiscalía mantuvo abierta su causa para evitar la prescripción, pero supongo que esa voluntad también quebraría hace tiempo. Y si ahora regresase, y entrase en el aeropuerto de Manises entregando un pasaporte en regla, quizá no pudiésemos hacerle nada. Y si le juzgamos, ¿con qué código?. Buffff … es mejor ni pensarlo.
Quizá si volviese, se tomaría una caña con su compinche Ricart en una terraza de la costa valenciana. Nos hemos metido en una espiral peligrosa, pero sin duda no nos quedaba otra alternativa. Lo mejor, como la enfermedad, es que pase pronto y nos deje escasa huella.