VITORÍN
Cuenta mi padre que hace 58 años, una mañana fría de septiembre, llegó al colegio de los frailes de Mieres. En aquella época no había mochilas de Monster High ni de Batman, sino un paseo de 2 kilómetros bajo la lluvia y la nieve para llegar al colegio. Allí, en la soledad de los desconocidos, ocupó su asiento e intentó conocer a los que serían sus compañeros.
Quiso la suerte alfabética que a su lado se sentase un niño, tan cobarde como él, tan inseguro como él, tan temeroso como todos, de apellido Sanjosé (ya saben, Santiago y Sanjosé, porque eso del “de” nos ha dado algún que otro problema que algún día les contaré).
Trabaron una buena amistad a base de años de pupitre y de que aquel otro niño subía a visitar a sus abuelos a Ribono, un pueblo al lado de Seana, donde mi padre vivía, (y que, no obstante, era la capital de la parroquia, como mi padre siempre me recuerda, donde los domingos iban todos a misa y jugaban frente a la iglesia). Años felices de compartir experiencias y aprendizaje. De juegos en el patio, de crecer juntos y conocer el mundo.
Dice también mi padre que luego se perdieron la pista. No recuerda bien quién dejó atrás a quien, y aunque él dice que fue él a Sanjosé, no lo juraría, y ahora tampoco tendría sentido porfiar en ello. El caso es que dejó de ver a aquel chico en la escuela, y comenzó a verle en las fiestas. Con una guitarra al hombro, cantando en romerías y verbenas. Cantando viejos clásicos asturianos e inventando otros nuevos.
El caso es que cada uno hizo su vida, y la siguiente ocasión en que se cruzaron mi padre era parte de un púbico que cada vez más en masa acudía a escuchar cantar a aquel antiguo niño, hoy reconvertido en joven de pelo largo, que se había ido a Madrid a buscarse el futuro en la música. Decían por Mieres, tiempo después, que se había casado con una actriz famosa, que se llamaba Ana Belén, pero que él la llamaba Pilar. Estos artistas son tipos muy raros.
Pasó el tiempo y cada vez fue más difícil y más caro ver a Sanjosé. Ahora venía de vez en cuando a conciertos cada vez más grandes, donde la gente cantaba sus canciones, e incluso salía en la tele. Sus temas comenzaron a oírse en la radio, y pese a que el rock and roll era lo que triunfaba, aquel cantautor no lo hacía menos.
En uno de esos conciertos, en el Hermanos Antuña de Mieres, cuenta quien me narra esta historia que se sorprendió viendo cómo aquel pequeño muchacho con el que compartía pupitre había tomado prestado un poema de Pedro Garfias y lo había convertido en el himno oficioso de una región que necesitaba algo así, un himno que el público cantaba, porque lo consideraba suyo.
Sesenta años después de aquella historia, Víctor Manuel tocará en San Mateo. Ha llenado La Ería para su primer concierto y tiene pinta de llenarlo con el segundo. Se trae unos amigos de lujo, para llenar estadios y ciudades.
Y vende entradas a la nada despreciable cantidad de 27 €, en tiempos difíciles, pero los vale con creces.
Mi padre ya ha comprado la suya, y yo, y mi hermano, y diez de mis amigos, que incluso han creado un grupo de Whatsup para coordinarse.
Han pasado seis decenios, pero mi padre volverá a encontrarse con Sanjosé. Ahora no llevan mochila, ni ocupan el mismo asiento, sino que uno canta y otro escucha. Pero estoy seguro que pasarán un grato muy agradable. Y los demás también.