Creo que el día que nos demos cuenta que vivir en una ciudad es compartir sus barrios, sus calles, sus monumentos, sus establecimientos de hostelería, sus museos, y hasta sus desdichas, seremos mucho más felices. Seremos vecinos de verdad. En caso contrario – como les decía el otro día a cuenta de los nuevos trazados de TUA – no seremos más que gente que vive cerca de otra. Y me niego a esa mentalidad de urbanización americana. Esta ciudad de doce siglos lo es precisamente porque quienes la habitaron supieron compartir y privarse. Ganar y perder cosas para que las tuvieran otros.
Aún recuerdo cuando vivía en la Tenderina, de niño, y una vecina le decía a mi madre que iba a “subir a Oviedo”, por si necesitaba algo. Después, cuando viví junto a la Iglesia del Cristo, donde aún se compraba la leche en casa de un señor que tenía vacas, los vecinos quedaban para bajar juntos en coche al centro. Hoy ambos barrios son parte de una ciudad que ha crecido a base de compartir. Hoy se tarda cinco minutos al centro, porque quizá todos los barrios son centro.
Bueno, pues en ese centro histórico está el Fontán. No voy a contarles yo la historia de las terrazas de Fontán, fundamentalmente por dos razones. Una, porque soy parte implicada, profesionalmente hablando, pues defiendo al único imputado a quien se juzga en el juzgado de instrucción nº1 de Oviedo, y no sería objetivo; y segunda, porque ustedes leen este periódico, que ha contado la historia y sus avatares administrativos y judiciales paso a paso durante los últimos años.
El caso es que hoy me quedo con esto porque ha reabierto la terraza de “Casa Ramón”. La Plaza Daoiz y Velarde uno no puede pensarla sin Casa Ramón. Hace tanto que está allí que la recordamos incluso antes de que la Plaza fuera como es, antes de que el Fontán se convirtiera en una plaza emblemática de esta ciudad, viniendo de un estercolero con restos de fruta, hortalizas y grupos de yonkis que se pinchaban en la calle. Así la recuerdo de niño, cuando mi madre me hacía bordear el Fontán para que no me pasase nada.
Pero, incluso entonces, allí estaba Ramón vendiendo comida y sidra. Con su mal humor, sí, pero trabajando. Y allí tenía su terraza. Bajo los soportales. Pero llegó una sentencia del TSJA y dijo que bajo los soportales no se podían poner mesas. Igual que pasó con otros establecimientos, que fueron sucesivamente condenados a ir retirando mesas y sillas, modificando su ubicación, variando su número… Esa es la triste enjundia de este asunto tan polémico. Dónde se ponen las mesas y sillas, o si hay catorce sillas en lugar de doce. Pero bueno, una ciudad también son estas cosas.
Ramón tiene terraza de nuevo. El Ayuntamiento le ha autorizado a ocupar la Plaza de Daoiz y Velarde. Serán menos mesas, solo podrán colocarse cuando no haya mercado y estarán separadas del resto de las mesas y sillas. Pero no importa. Seguirá allí. Donde siempre estuvo. Donde los turistas se deleitan tras pasearse por un casco antiguo sin rival en el Norte.
El casco histórico de Pontevedra, desde donde les escribo estas líneas, está lleno de terrazas de hostelería. Se colocan incluso en pequeños callejones. Porque la ciudad ha entendido que tener gente que venga a conocer tu ciudad y se quede en ella a comer, a cenar, a dormir, es un patrimonio enorme. Quizá sean unos liberales extremos, pero salen adelante, y el PIB de la provincia lleva catorce meses consecutivos creciendo. Quizá sean materialistas. Quizá solamente quieran comer.
La terraza de “Casa Ramón” ha reabierto. Ha cambiado la fisonomía, pero sigue el espíritu. Mas, ¿acaso no somos sólo espíritu?.