Tener el honor de escribir en un medio puntero y reconocido tiene cosas como éstas. La gente, en esta ciudad Benemérita e Invicta, te para por la calle y te cuenta cosas para que las compartas. Cada día son más, con lo que a uno le reconforta, porque quiere decir que muchos me leen y que algunos, benditos ellos, me aguantan a pesar del tiempo y de las muchas palabras.
El pasado sábado les narraba la situación del Milenium, el programa informático contratado en el HUCA a golpe de millones, que se encargaron de explicar desempleados con 7 horas de conocimiento del sistema, que vertieron esos profundos conocimientos a sanitarios que, lejos de sus labores, se vieron obligados a transmitirlos a terceros, si queríamos que el mastodóntico nuevo Hospital arrancase. Y lo hizo, pero gracias a ellos, no a los que mandan.
Ese mismo sábado, cuando iba al Teatro, me paró una persona – ya les digo que esto me ocurre muy a menudo- para decirme que lo del Milenium, una vergüenza, pero “¿Y Manolín, qué me dices de Manolín?. Estudia el sistema de reparto de comidas en Bombay y mira lo que tenemos aquí” me espetó. Ya me dejó tarea para el fin de semana, pero les prometo que he hecho los deberes.
Resulta que Manolín es el robot o conjunto de robots que se encargan de colocar las comidas en los ascensores para que sean entregadas en las habitaciones del HUCA. Ya saben, eso del futuro, del hospital sin papeles (y sin personas, por lo que vemos). De coste escalofriante, vuelve a dibujar un panorama de futuro hoy, olvidando a veces que lo primero es el paciente, y que el paciente pueda comer.
Se han averiado varias veces – no lo digo yo, lo dice la hemeroteca de EL COMERCIO – y, para sustituirlos, se ha tenido que contratar celadores a la carrera, para esa jornada, para entregar las comidas. Comidas que, una vez que llegan a la planta, siguen siendo entregadas personalmente en las habitaciones. Es decir, son ascensores con ruedas para llevar a las plantas. No les digo su precio, porque siento rubor.
Esto es Asturias, siglo XXI, en un país que aspira – y merece – entrar en el G8 y que recientemente ha entrado en el Consejo de Seguridad de la ONU. Frente a ello, miremos a la India. 1500 millones de personas, una pobreza brutal, un porcentaje de analfabetismo que mete miedo, y ciudades favela donde se hacinan millones de pobres que cada día luchan por malvivir.
Allí, hace ya decenios, en Bombay, trabajan los dabbawalas, o repartidores de comidas caseras, que nacieron por la distancia, los horarios extenuantes, y el hecho de que a los trabajadores solamente les quedaba, en un país así, el lujo de comer caliente. Reparten todos los días 250.000 comidas. Sí, 250.000, han leído bien. Y reconocen que cometen un error por cada seis millones de entregas. Son una cooperativa de trabajadores que ha mudado a fundación. Etiquetan cada pedido con un código alfanumérico y entregan el 99.8 % de sus pedidos en hora y en el lugar indicado. Constan en el libro Guinness de los records y sus sistemas han sido exportados a EEUU y Europa. Por cierto, cobran poco, porque no tienen intermediarios. Cada trabajador es propietario de su propia porción de la empresa.
Ellos son el tercer mundo, dicen. Nosotros, con “Manolín” medio estropeado y celadores contratados por tres horas, el primer mundo, nos cuentan.