Por María de Álvaro:

No había cumplido los tres años y ya sabía conducir. Conducía el sofá de su casa al volante de un cubo de plástico y con un cucharón como palanca de cambios. Lo hacía cada mañana, mientras todos dormían. Y lo hacía con gesto serio, mirando al frente, aunque de cuando en cuando giraba la cabeza a su derecha y le daba los buenos días a un pasajero imaginario.

Alejandro soñaba, cuando no había cumplido los tres años, con ser conductor. Pero no con ser Fernando Alonso, para qué, él quería conducir un autobús. Quería conducir un autobús cuando el resto de niños dudaban entre ser bombero o futbolista. Soñaba con conducir un autobús en el sofá de su casa y todas las tardes de verano que se pasó castigado dentro del coche de su padre, que fueron muchas. Porque Alejandro era el guaje más trasto que jamás pisó Quintueles. Y el más simpático. En el Blancanieves, las historias de Topo Giggio eran famosas. Y en Quintueles, su bicicleta, la que antes escapaba después de armar alguna.

Pasaron los años y Alejandro se convirtió en un tipo formal. En un paisano. De pocas pero justas palabras. De miradas llenas de sorna. De gestos cargados de felicidad, de esa felicidad que sólo llega cuando uno es justo quien había soñado ser.
Alejandro lo era. Lo sigue siendo. Y va a serlo ya para siempre. Conducía un autobús, y hasta un descapotable. Tenía amigos que le querían, novias que jamás presentaba y una familia que le adoraba. Tenía todo lo que había soñado cuando le daba vueltas al cubo de plástico en el sofá de su casa. Con todo eso se ha ido. Demasiado pronto, pero absolutamente satisfecho. Y eso es más de lo que cualquiera puede esperar de su propia vida.

Seguramente hoy ya esté rompiéndole algún reloj a su abuelo Chano o corriendo otra vez delante de su abuelo Gabriel. Habrá hasta tocado la guitarra con Elvis. Seguramente ayer a Dios se le estropeó el coche y no encontró a nadie mejor para solucionarle el problema.