Por María de Álvaro:
Confieso que llegué a Venecia persiguiendo a un hombre. No me trajeron aquí los canales ni las calles estrechas. No me trajeron los tizzianos ni los tintorettos. Ni siquiera vine a subirme a una góndola y mucho menos a ver las torres de mil iglesias desde lo alto de San Marco. Llegué, ya lo he confesado, persiguiendo a un hombre y con la única idea de pasar dos días subida al puente de los suspiros. Quería yo suspirar por aquel albornoz verde y aquellas orejas (las de su madre, porque los ojos eran de su padre y todo lo demás mío). Quería que me persiguieran en una lancha rápida. Quería encontrar el Santo Grial.
No lo he hecho, pero no me importa, porque estoy enamorada. Me he enamorado de Venecia como sólo se enamoran los quinceañeros y los mayores de ochenta años. O sea, para siempre. Y tengo la sensación de que éste, sí, será un amor eterno.
Caro Indiana, Venecia no es nada extraña sin ti. Nos bastamos las dos solas.