Por María de Álvaro

Hoy he desayunado con los alemanes, mientras comían, quiero decir, y he comido con los italianos, mientras merendaban, vaya. El café lo tomé algo más tarde, cuando los ingleses se daban al té con pastas y un grupo de cuatro españoles de la Meseta, al mus con puros. Estar en una suerte de Organización de las Naciones Unidas flotante tiene estas cosas, que hay que adaptarse a lo que van marcando las aguas internacionales sin renunciar a desayunar a las doce y comer a las cuatro, como toda la vida se hizo en vacaciones.

Por lo demás, hemos llegado a Turquía. O eso dicen, porque hoy he decidido tomarme el día libre de turismo y no bajar del barco a pesar de que ahí abajo y a tiro de piedra está el templo de Efeso y la casa en la que, cuenta la leyenda, nació la Virgen María. Esmirna y yo nos hemos mirado de lejos, ella llena de cúpulas doradas y minaretes, de rascacielos y chamizos; yo, en biquini y en la piscina. Nos hemos prometido volver a vernos en mejor ocasión y, después, me he enfrascado en el cansadisimo mundo de la vuelta y vuelta en la hamaca. O eso pretendía yo esta tarde antes de que los animadores (contaminadores acústicos disfrazados de rumberos) decidieran hacer una fiesta justo en mi cubierta.

Dudaba entre cruzar la frontera de China con Kapuscinski o cerrar el libro y echar otra siesta cuando la megafonía comenzó a atronar: ‘Looooooveeeee booooaaaaaat nanananana…’. ¡Efectivamente, ‘Vacaciones en el Mar’! Con un par. Lo primero que me entró, claro, fue la risa, y, seguidamente, unas ganas irresistibles de ir corriendo a la barra a pedirme un coctail, pero entonces me di cuenta de que el camarero con pelo a lo afro de la serie no iba a estar allí y de que, además, era completamente incapaz de recordar su nombre, asi que pille a Ryszadr y la toalla y me fui a varios metros, puede que incluso kilómetros. Es lo bueno de que este barco se parezca tanto a Moby Dick, que a pesar de estar atrapada todavía puedes salir corriendo. Y eso es muy de agradecer en según que momentos.