Por María de Álvaro:
Con Ángel González he pasado algunas mañanas, tantas tardes y más noches. Con sus palabras, se entiende. Pero con él también pasé unas horas. Sí, tuve esa suerte. Fue hace ahora dos años, que me parecen dos siglos, pero esa es otra historia. Le entregaba entonces El Comercio su premio de la Cultura y a mí me tocó el privilegio de acompañarle para envidia mal o nada disimulada de mis compañeros.
Hablamos poco. Esa es la verdad. No porque Ángel González hablase poco, no. Fue porque a cada paso y a cada segundo alguien le paraba. Admiradores de poca, mediana y alta edad, fans fatales y hasta algún despistado que le confundió con otro, que de original lo tenía todo menos el nombre. Recuerdo incluso al director de una empresa cuyo nombre me ahorro que, completamente enrojecido, le asaltó con un libro para que le firmase el primer autógrafo que pedía en su vida. Era un libro para una novia enfadada, me parece. Y también me parece que acabó por reconciliarse.
A ninguno, ni a aquel que le confundió con otro, le dio Ángel González una mala respuesta. Ni siquiera una mirada torcida. Ni un mínimo comentario a su marcha. Con paciencia de abuelo venerable e ingenio de viejo macarra, de su boca salieron más ‘gracias’ de las que cabrían en todos sus libros.
Aquella tarde no me atreví, pero me quedé con ganas de decirle algo. Así que ahora, que ya no puede mandarme a la mierda, me confieso:
Yo, Ángel, quería ser la chica de aquel poema. Aquella de…
Le comenté:
–Me entusiasman tus ojos.
Y ella dijo:
–¿Te gustan solos o con rimel?
–Grandes,
respondí sin dudar.
Y también sin dudar
me los dejó en un plato y se fue a tientas.