La cosa había durado dos horas. Dos horas que habían empezado subiendo a la plaza de la Soledad a paso lento y se habían pasado volando de Madrid hacia Gijón, entre dry martinis, pastillas de alprazolam, goteras de ocho años y medio y hasta algún collar de perlas de dudosa reputación. La cosa había durado dos horas y había sido el mejor concierto de su vida. O probablemente por lo menos. Y cuando alguno ya había cogido hasta la chupa para marchar, volvió a salir. Y buscó a su madre por el patio de butacas sin demasiada confianza en que aún siguiera allí. Y no la encontró, pero él cantó una canción para ella, la última; una canción que un día, hace ya algunos años, había hecho para su padre. La canción es ésta. El ángel, Nacho Vegas.