Nunca me han gustado las medallas. Y no necesito ninguna regresión hipnótica para saber que la cosa me viene de lejos, de la infancia. Se debe, supongo, a que en el cabecero de mi cama colgaba a eso de los diez años una horrible chapa dorada con cordón de la bandera española, que sonaba contra el barrote cada vez que me movía. No es que me molestase el ruido. Qué va. Es que la cama de al lado, la de mi hermano, parecía la estantería de Usain Bolt. Ya con diez años comprendí que el deporte no era lo mío. Las medallas, tampoco. Por eso, cada vez que el Principado concede las suyas a mí me dejan fría. Vamos, que no les doy más importancia que a las de chocolate. Hasta este año.

Resulta que este año, el ilustre Gobierno del Principado ha concedido una de sus medallas al vicepresidente de Cuba. Y no digo yo que José Ramón Fernández, El Gallego, no sea un paisano de lo mejor para tomarse con él unes botelles en Morcín, lugar que además de ver nacer el maravilloso afuega’l pitu vio nacer a sus ancestros. Lo que digo yo es que José Ramón Fernández es vicepresidente del Gobierno de Cuba desde 1978 sin que nadie le haya votado. Lo que digo yo es que José Ramón Fernández es el representante de una dictadura con sus presos políticos y su todo. Lo que digo yo es que darle una medalla a José Ramón Fernández no se diferencia en nada a dársela a un lugarteniente de Pinochet que, un suponer, tuviera una abuela natural en Turón.

Una dictadura es una dictadura, se pinte de rojo o se pinte de azul. Y a toda la inteligencia pseudo-bien-pensante y nostálgico-revolucionaria, una sugerencia: visiten Cuba, pero visítenla de verdad, no invitados por el Gobierno ‘all incluided’. Protesto.