Mi abuelo también era un señor bajito pero enorme y también tenía muy mala leche, así que tengo la sensación, desde ayer, de que con José Luis López Vázquez se ha muerto algo más que un actor. Tengo la sensación de que con José Luis López Vázquez se va lo poco que quedaba de un mundo en blanco y negro. Un mundo en el que para llamar desde la calle había que entrar en una minúscula habitación portátil de nombre cabina de teléfonos, en la que, por cierto, podías quedarte encerrado. Un mundo en el que una docena de niños podían compartir litera sin PSP, ni psicopedagogo, ni animador sociocultural. Un mundo en el que una mujer sola a partir de los 30 era una solterona; un cajero de banco, un hombre gris anegado en papeles, y una chica en biquini, una sueca. Y no es que eche yo de menos el mundo en blanco y negro, no, pero no puedo evitar esta sensación de nostalgia que me da pensar en López Vázquez y volver a oirle gritando ‘¡Chenchooooooooooo!’. Será porque el sonido me lleva a un sábado por la mañana cualquiera con mi abuelo haciendo gimnasia en el pasillo de casa y diciéndome que me quitase del medio para luego tirarse conmigo por el suelo y jugar al hula-hop o hacer malabares con el palo de una escoba. Será que me voy haciendo vieja.