Vivir es una enfermedad degenerativa que algunas veces tiene brotes virulentos y otras no. O no tanto. En cualquier caso, lo que no tiene es cura. Si acaso tratamientos paliativos. Parches contra el dolor. Las vacaciones son mi tirita favorita. Pero se me han acabado. Vuelvo con arena pegada en los pies; queixiño, en las caderas, y energía, en las vísceras motoras. Cicatrizada por completo del siempre coñazo invierno a golpe de ríos y de pinares, de mares y riscos de punta, de praos; de castillos y de palacios que siempre serán míos aunque no lo sean nunca; de confesiones de Coetzee, aventuras de Comuneros y píldoras de García Martín; de ruedas y de riberas y de un prodigio que un día descubrió mi padre y que lleva champán, martini, zumo de limón, mucho hielo y no sé cuantas cosas más. A nada que pudiera cerrar los ojos, hasta esta silla de oficina en la que me esperan los próximos 11 meses me parecería una de esas enormes camas balinesas donde la siesta es más siesta y una, la reina de Saba. O así. Lo malo es que queda feo cerrar los ojos en el puesto de trabajo. Al lío pues. ‘Bienhallados’, si alguien queda después tanta vaguería ‘postera’. Mañana más, y ya sin esta depresión postvacacional que me tiene atontada.