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Cuento de Navidad tardío

Padezco una tendencia natural a perder las cosas que vienen a pares. A perder uno de los miembros de la pareja, quiero decir. Me pasa con los calcetines en la lavadora, los pendientes en las orejas, los guantes en los bolsos… y podría seguir con asuntos menos prosaicos, pero tampoco viene al caso. Al caso viene lo de los guantes, porque ellos son los protagonistas de este cuento de Navidad tan real como la vida misma que sucede entre Nochebuena y Nochevieja en, pongamos, una calle de Gijón. Todo comenzó tres días antes en el momento en que, por esa tendencia natural a la que aludía, perdí un guante. Y no un guante cualquiera, sino uno que me había comprado a unos cuantos miles de kilómetros de aquí y hace unos cuantos miles de años. Valor real, cero, naturalmente. Lo busqué encima y debajo de mi mesa de trabajo, detrás y delante de todas las puertas de mi casa y casas afines, en bares y derivados… Naturalmente, no apareció.

Pasaron tres días y al tercero, que como todo el mundo sabe es el día en que históricamente se resucita (o se suele resucitar), volvía del curro bien pasada la medianoche, cansada como la vista de un viejo con cataratas, desarmada como el ejército rojo en el 39, apagada como las luces de Navidad en tiempos del led… Volvía del curro como se vuelve cuando una está cansada, desarmada y apagada. O sea, mirando para el suelo. O sea, con la cabeza gacha y procurando visualizar un folio en blanco (que no es mal truco cuando se pretende no pensar en nada) y entonces lo vi. Era un bulto sospechoso en una esquina entre la calle en la que vivo y la que la cruza. Un bulto negro, mojado y pisoteado que cogí con dos dedos y mucho asco. ¡Era mi guante! Allí estaba, allí seguía después de tres días a la intemperie.

La historia dice bien poco del servicio de Emulsa, esa es la verdad, tan cierta como que su importancia es nula, porque entiendo que a nadie que no sea yo misma le puede importar lo más mínimo que pierda o deje de perder o encuentre o deje de encontrar un puñetero guante, pero el caso es que hoy, que tras unas jornadas sumergido en jabón y suavizante he vuelto a ponerlo, tengo la sensación de que un mal día siempre puede acabar bien. Y eso no es ninguna chorrada.

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por María de Álvaro

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enero 2011
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