“Cuba duele mucho. Me duele mucho. Ni te imaginas cuanto”. Me lo dice Manuel y sus ojos, de color azul absoluto, brillan y se oscurecen. Manuel es un cubano de Cienfuegos, orgulloso de su país y de su ciudad, “la perla del Sur”, que me ha enseñado su bella ciudad porque sí y porque mi bisabuelo, dice, “también ayudó a levantar esto”. Manuel es historiador y aún no ha cumplido los treinta y se muere de ganas de ver el mundo, pero se niega a irse de Cuba y además no entiende que para ver mundo sea necesario abandonar su isla. “¿Sabes por qué? porque esto soy yo”.

Manuel maneja los viejos archivos de la ciudad con soltura. Me deja tocar con mis manos los registros en los que figuran los nombres de mi familia. Y, mientras tanto, sigue hablándome de sus sueños, de las veces que se ha imaginado paseando por el ‘Parque Central’ o recorriendo las galerias del Louvre. Le digo que más pronto que tarde podrá ver la estatua de la libertad, y subirse a la torre Eiffel. Y él sonríe convencido de que sí, porque “nos pueden quitar todo, pero no nos pueden arrancar las ganas de soñar, la capacidad de hacer planes, la esperanza”.

Manuel es un enamorado de su trabajo y habla maravillas de los planes de educación del Gobierno cubano, que a él le han permitido estudiar “todo lo que he querido”. También reconoce los esfuerzos de mantener, pese a las estrecheces, el patrimonio de este país, multimillonario en historia, pero en seguida se para, me pregunta y se pregunta: “¿Cómo me puedo desarrollar yo aquí como persona? Y no estoy hablando de tener más o menos dinero. Sólo de vivir en el siglo XXI?”

Y le respondo que tenga paciencia, que las cosas están cambiando. Y no sé por qué lo hago, porque él ha nacido con la paciencia en las venas.