Cuba no es una, son dos, la que se enseña al turismo y la de los cubanos, hasta el punto de que en el país conviven dos monedas, los pesos y los cuc (pesos convertibles que aquí siguen llamando dólares, porque valen lo mismo y porque siempre han sido dólares hasta su prohibición). Para hacerse una idea, un café en un bar para turistas cuesta entre uno y dos cuc, puede que hasta 3 o 4 si es en un hotel bien estrellado, mientras en los de los cubanos no pasan del pesito (24 veces menos que un cuc). Los cubanos tenían prohibido entrar en los lugares para turistas hasta hace bien poco. Ahora también. Pueden hacerlo, pero, sencillamente no pueden pagarlo.

La diferencia entre pesos y cuc es, tal vez, el mejor ejemplo y puede que hasta una metáfora de lo que sucede en esta isla.

Si uno quiere, puede pasarse una semanita de vacaciones sin enterarse de nada, acaso quejándose de que le pidan dinero, bolis y caramelos todo el rato por la calle. Si habla con los cubanos, si entra en sus casas, se da cuenta de que la revolución pudo haber estado bien en un momento histórico, pero simple y llanamente no funciona. “Allá tienen ricos, medianos y pobres. Acá todos somos pobres y no hay más nada, mi’ja, bueno, sí, algún rico, pero de eso mejor ni hablar”, me contaba el otro día Nelson, un economista que trabaja y la universidad y cobra 450 pesos (de los cubanos) al mes. Por cierto, el doble de un suelo medio, y, al cambio, poco más de 20 euros. Sí, 20.

¿Otro ejemplo? El 80% de la fruta y la verdura que se consume en los hoteles es importada. Esta isla, en la que se te cae la pepita de un albaricoque al suelo y crece un árbol casi instantáneamente, no es capaz de producir sus propios alimentos. Hoy he visto una plantación de palmeras para cuerda del tamaño de poco más que un campo de fútbol en la que diez cubanos se afanaban con sus hazadas, cada uno en un cachito.

El bloqueo influye, vaya si lo hace, pero la prohibición de tener casi cualquier tipo de iniciativa, más.