Harta de leer, de oir, de hablar y de escribir de política, me voy al practicar el siempre sacrificado deporte de hacer la compra. Como presidenta, alcaldesa y administradora única de mi casa, no me queda otra que gestionar la nevera. Abro negociaciones conmigo misma para hacer una cosa rápida, con cuatro o cinco cosas sobrevivo una semana sin problemas. Hay pacto. Es lo que tiene tener mayoría absoluta en casa, que nadie se agarra a su silla en plan barco-de-Chanquete, que nadie te insulta ni te hace pintadas, que no hace falta poner cara de buena y fingir un ‘no pasa nada, tenemos a Arconada’. Haces lo que quieres y punto. O sea, lo que les gustaría a todos hacer en el Parlamento y no pueden. Porque no les dejamos, primero, y porque parece que no saben, después.
El caso es que llego al supermercado feliz de mi independencia en la toma de decisiones, como si tuviera yo solita 125 diputados o 500 concejales, y, zas, me doy de bruces con la realidad. Si quiero un filete, debo comprar un paquete con un mínimo de tres; si quiero pan de molde, tengo que llevarme la producción de panrico hecha barra; si quiero papel higiénico, rezar para no encontrarme con ningún conocido por la calle y no piense que sufro graves problemas intestinales; si no quiero un 2×1 de nada, porque no lo quiero, porque me caduca, no me queda otra que pagar el doble…Y, al final, el colmo de los colmos, voy a por un cepillo de dientes y no lo me lo venden. Los paquetes son de dos. Busco un espejo, me miro, compruebo que solo tengo una boca, aunque sea muy grande, me doy la vuelta y me voy. Ahora preparo una moción de censura contra los supercores, alimerkas y masymases de España. Con lo que yo mando en mi casa y para lo que me vale…