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Un paisano (Caicoya)

En EL COMERCIO aún se utilizaban máquinas de escribir y el teletipo bramaba con un ruido cansino escupiendo y escupiendo aquello que se llamaban ‘despachos de agencia’. Había ordenadores, sí, pocos y con las pantallas verdes y curvadas, aquellos IBM que parecían que iban explotar de un momento a otro. Los periódicos, los libros, las carpetas… el papel, en definitiva, estaba por todas partes, en eso las cosas no han cambiado tanto… Y estaba él. Tan grande y tan cojo y tan malhumorado siempre, aunque en apariencia, solo en apariencia.
La primera vez que me dirigió la palabra fue para echarme tremendísima bronca. No sé qué le dije, sé que le traté de usted. Y entonces me empotró contra la pared y me espetó un: «¡Guaja, como vuelvas a tratarme de usted vamos a tener un problema!». No lo tuvimos o por lo menos no sin solución. Caico era así: impetuoso, enorme y bueno. También frágil pese a todo, y con un corazón tan gigante como sus manazas, con las que lo mismo cogía por el hombro a un torero para colocarlo bien para la foto llamándolo ‘chaval’, que sostenía a un lado el puro (de aquella fumar no era pecado) y al otro la cámara, que te traía un regalo de casa así porque sí. Y eso cuando iba a casa, porque su frase de cabecera sigue siendo hoy un grito de guerra en esta casa cuando el día se complica: «’Cagonmimadre’, hoy no comí».
Con él hicimos guardias a las puertas de hoteles, perseguimos a gentes de lo más variopinta por una declaración, nos tragamos kilómetros al son de la tonada (su pasión para desgracia de quienes íbamos en su coche, más que nada porque era inmune a la potencia de los decibelios cuando la cosa iba de ‘rayas trazadas’ o ‘minas baxo el mar’)… Vivimos mil y una historias y en todas Caico nos demostró que, antes que fotógrafo, o fotoperiodista que se dice ahora, era un paisano. Y esa es una gran lección de periodismo. Puede que la mejor.

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por María de Álvaro

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enero 2012
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