En veinte minutos se puede leer un cuento de Borges y perderse, por ejemplo, en ese tren lleno de vivos que están muertos y también viceversa. En veinte minutos se puede escuchar el preludio de ‘Tristán e Isolda’, que dura diez, pero es imposible no repetir; o veinte canciones de los Sex Pistols, si tienes el día más punki y no te apetece que te entren ganas de invadir Polonia. En veinte minutos se puede escuchar un buen discurso, siempre que no sea de Fidel Castro, y hay quien puede hasta darlo, otros incluso escribirlo. Se puede ganar o perder una batalla, que no todas tienen que ser como la de Stalingrado; leer un periódico, EL COMERCIO, no, naturalmente, EL COMERCIO en veinte minutos se ojea; cortarse en pelo y cambiar de vida (que quieren, el Xixón Sound marcó a mi generación) y hasta ponerse o quitarse unos rulos, las dos cosas a la vez igual no, pero tampoco hay que abusar. En veinte minutos se puede llegar a odiar a alguien y es posible que también se pueda llegar a quererle, aunque esto suele llevar más tiempo. Hay ocasiones, incluso, en las que veinte minutos pueden resultar una eternidad. No hay más que probar a estar veinte minutos esperando por el ascensor o por alguna respuesta trascendente del tipo “sí, quiero” o “es benigno”.
En veinte minutos una mujer puede hartarse definitivamente y dar carpetazo a varios años, décadas y hasta siglos de paciencia. Y eso fue lo que hizo ayer una mujer que visitó a su marido en el hospital veinte minutos, y que hoy no es portada de todos los diarios porque la comparte con otra que, en veinte minutos, atracó a una empresa que da empleo a 20.000 personas en España y deja cerca de mil millones de euros anuales a Hacienda, esa que somos casi todos. Y aquí lo dejo, no vaya a ser que alguien pierda veinte valiosos minutos leyendo esto. Con la de cosas que se pueden hacer en veinte minutos…