En las Neveras del Matadero, a nada que te pares un momento, todavía puedes oler la carne fresca y sin embargo muerta que durante años, puede que siglos, colgó de sus paredes de piedra, de sus techos bajos, de sus columnas, hoy ennegrecidas por el tiempo y, también por el tiempo, convertidas en sala de arte. En las Neveras del Matadero, a nada que te pares un momento, puedes oir sierras cortando huesos y cuchillos atravesando costillares, y hasta puedes ver hilos de sangre fluyendo a la altura de tus pies. Las Neveras del Matadero, hoy convertidas en sala de arte, son en sí mismas, vacías, una estupenda metáfora de que nada es para siempre, de que todo cambia, de que “y, sin embargo, se mueve”. Estos días, más. Estos días Fernando Sánchez Castillo las ha llenado con los restos del Azor, el yate que vio a Franco en pantalón corto (disculpen lo desagradable de la imagen), a doña Carmen sin collares (digo yo), a don Juan jugando sus cartas (o cambiando sus cromos) y hasta a Felipe González inaugurando, metafórica y no tan metafóricamente, el descrédito de la clase política española, ese que nos ha llevado hasta donde estamos hoy. Fernando Sánchez Castillo compró un día los restos del Azor y los convirtió en un símbolo. Oxidados y compactados hasta el amasijo, en un silencio solo roto por el ligero sonido de los sopletes y las grúas rompiendo el casco en el vídeo que forma parte de la exposición y por las carreras de algún niño descontrolado, los restos del Azor son memoria viva de un pasado y de un fracaso. Y son arte, claro que lo son, porque su rotundidad llega a las mismas tripas y porque su quietud relativiza hasta el infinito cualquier gloria. O sea, que no somos nada; y en chatarra, menos.
‘Síndrome de Guernica’, de Fernando Sánchez Castillo, se expone en el Matadero de Madrid hasta el 6 de mayo.