Me gusta vivir en un país en el que está permitido pitar en los semáforos y en los partidos, entendiendo por pitar en los partidos lo que hace el árbitro, por un lado, y lo que hace el público para protestar, por otro. Así, sin mezclar ni confundir. Otra cosa es que me gusten los pitidos, que no me gustan, ni en el primer caso ni en el tercero. En el segundo sí, qué remedio, alguien tendrá que decir cuándo es fuera de juego para que yo me entere, a ser posible sin hacerlo gritando, ni con una cerveza en la mano, ni con un puro en boca. El caso es que me revienta lo que más la histeria en cadena del atasco y me revienta igualmente la mala educación y el sinsentido. Otra cosa es que crea que hay que multar a los señores y señoras que martillean el claxon (antes penaría la sacada circular de moco en semáforo, la verdad) y otra también muy diferente, más diferente incluso todavía, es que apoye esto de suspender un partido si a alguien se le curre patear el himno nacional.

Dicho sea todo lo anterior sin entender, paralelamente, que uno quiera jugar la final de una copa en honor, un suponer, del Príncipe de Zamunda si odia con todas sus vísceras al bueno de Eddy Murphy. Pues se apunta uno a la Super Bowl, a un campeonato de chapas o de lanzamiento de madreña y asunto arreglado. Nótese que con el símil no puedo ser más políticamente correcta ni meterme en menos charcos. Bueno, igual me llaman racista o me acusan de atentar contra el patrimonio asturiano. Nunca se sabe. Lo que nadie me podrá discutir es que Esperanza Aguirre en su mismidad y/o su asesor o asesores de prensa es, son, unos fenómenos de la cosa comunicativa. En dos minutos y con unas de esas frases de ella en las que parece confundir los micrófonos que le rodean con los alumnos de una escuela de Primaria a los que abroncar se ha llevado por delante cualquier asunto del día. ¿Y Bankia? “¿Eso a quien le importa? Mire usted que se queda sin recreo”.