Lo más cerca que estuve de una mina fue un día en Moreda, a las puertas del pozu San Antonio. Fue en las manos de Vicente y en las de Lolo, y en sus ojos, un día que me contaron como ‘nacieron’ a 500 metros bajo tierra. Tenían veintipocos años y vivieron una explosión de grisú de las que no suelen dejar supervivientes. No es muy difícil de intuir, pero mirando las manos enormes de Vicente y de Lolo y viendo todavía el miedo en sus ojos cuando me contaban aquello, más de treinta años después de que sucediese, me pude hacer una idea bastante clara de “lo que ye ser mineru”.
Entonces solo en aquel pozo había mil trabajadores. Hoy en toda Asturias no llegan al doble. Por el camino, prejubilaciones y fondos mineros invertidos en una buena parte en I+D+i (léase, por no darle más vueltas, Inutilidades Decorativas Infinitas). Y, ahora, pueblos y más pueblos sin mina en la que picar ni alternativa de la que comer, porque ahora en cuestiones energéticas el dinero lo regamos por encima de las renovables mientras decidimos si cerramos o no cerramos las nucleares. En medio, gentes que tienen la misma culpa de la economía ficticia creada a su alrededor que aquellos que pidieron hipotecas para la segunda vivienda con un sueldo de mil euros al mes. O sea, toda pero ninguna a la vez.
La solución, por complicada que sea, no pasa por dejar a un sector a su suerte plantando el candado, aunque la lección de la economía-ficción y sus toneladas de euros a fondo perdido es, o debería ser, lección aprendida. Pero por donde tampoco pasa es por el bidón con 30 litros de gasolina, los 17 gomeros de largo alcance, los 15 lanzacohetes artesanales metálicos, los 15 kilos de puntas oxidadas, otros tantos de tuercas del tamaño de una rosquilla, las cinco cajas de rodamientos, los 126 voladores pirotécnicos y los escudos artesanales de los que la Guardia Civil se ha incautado hoy en Pola de Lena entre corte y corte de carretera, árbol o pretil arrancado mediante. Eso fijo.