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La fe de los mortales

Esta es la versión para papel del post de ayer. O sea, la que sale hoy en el periódico. Aviso ante posibles y esperables suspicacias. Empiezan exactamente igual.

Preciado es un río de camisetas por el Muro camino de El Molinón, un autobús con destino a donde-haga-falta, un señor con puro y 40 años de ‘recibu’ abrazado a una veinteañera recién llegada al fúbol. Es una foto con un desconocido en un sidrería, una ciudad echada a la calle, una bufanda mordida, un millón de lágrimas y otro de risas, un millón de ‘uys’ y otro de ‘ays’, un «y pobre del que quiera robarnos la ilusión».
Preciado es el avión que despegó en Asturias camino a Castellón con un «Bienvenidos al vuelo con destino a Primera División». Es una marea volando por los aires cuando el gol del Alavés dejó el milagro visto para sentencia. Es aquel Molinón estallando en rojo y en blanco diez años después de la última, y aquel Gijón que pasadas las cinco de la madrugada de un lunes que no era un lunes seguía pidiendo más fiesta.
Preciado también son pipas, cigarrillos y hasta uñas consumidas a la desesperada, cagamentos, quejidos y nervios de última hora. Milagros caseros. Derrotas. Resurrecciones.
Preciado es aquel tipo que llegó un día a Gijón y consiguió que todos, en Mareo y fuera de Mareo, creyéramos que era posible. Nos dijo –como Philip Roth, por cierto, aunque con otras letras– que son la razón y el corazón los motores del mundo, pero en caso de incompatibilidad manifiesta, siempre hay que fiarse del segundo. Y cerrar los ojos, y seguir adelante.
Todo lo demás ya no importa. O sí, porque Preciado no inventó nada, pero nos enseñó, como enseñan los grandes, que la fe es la energía de la que se alimentan los mortales. En Primera, en Segunda y en cualquier parte.

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por María de Álvaro

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