Sufrir un retiro forzoso en casa en pleno mes de julio es una faena. Sufrirlo ese julio de cada cuatro años en el que tocan Olimpiadas, un drama. Lo es al menos en los casos en que el deporte televisado está en el número mil de ‘cosas que harías si te tuvieras que quedar en casa en pleno mes de julio’. Mi caso. Sin quererlo y por causas que no vienen a este caso, ni seguramente a otros, y a pesar de que he aprovechado mi retiro forzoso para lecturas y limpiezas pendientes, también me he tragado, claro, todo tipo de partidos y/o exhibiciones de ya-he-perdido-la-cuenta-cuantas disciplinas deportivas. Un drama. Y no porque España no gane nada, que yo me crié en tiempos del 850 y entonces tampoco ganábamos y no pasada nada. Mi problema es que me pongo a ver deportes en la tele y me da por aplicar lo que pasa en las pistas, piscinas, canchas y otros derivados a la vida misma y me vuelvo loca. Y de entre todos mis problemas, el peor es el del tiempo. Por cinco segundos uno puede ser Michael Phelps o un tipo con las espaldas muy anchas que un día les contará a sus nietos que estuvo en Londres 2012 y le mirarán con cara de ‘anda-ya’. Cinco segundos. Cinco segundos en los que a mi no me da tiempo ni a beberme un vaso de agua. Cinco segundos en los que tengo la sensación de que me ahogo aunque esté lejos, muy lejos, de una piscina. Cinco segundos. En cinco segundos uno no puede hacer casi nada. Morirse sí, para eso sobran cuatro. Lo dicho, me estoy volviendo loca. Apago la tele.