Abigail tiene cuatro hijos e idéntico número de dientes. Cada mañana se levanta a eso de las cuatro y media de la madrugada y camina sabe Dios cuánto para hacerse con un manojo de flores que después vende a los turistas en La Antigua, a unos 30 kilómetros de su casa. Su casa es un puñado de cañas que forman cuatro paredes y un techo metálico parecido a la uralita. Dentro, una pila de colchones hacen las veces de cama para Abigail y sus niños. El papá, ni está ni se le espera. Se fue un día y ya nunca más se supo. Lo más probable es que tenga otra familia. O varias. Telas repartidas por encimason sus mantas. Su suelo, la misma tierra. Pegada al jergón está su cocina. Ella llama así a unas piedras dispuestas con un fuego debajo y una especie de cacerola del tamaño de un cazo donde cada día (casi todos los días, para no mentir) se cocina lo que haya: frijoles, tomates, pasta de maíz… Junto a lacocina, una especie de establo guarda una cabra y unas pocas gallinas, además de un gallo más desplumado que el del coronel de García Márquez. Los animales están allí, pero no son suyos, sino de una vecina con más suerte que, eso sí, vive en las mismas condiciones. Unos gatos a los que se les marcan las costillas y un perro que no parece tener fuerzas ni para ladrar completan la familia.
Abigail tiene cuatro hijos e idéntico número de dientes y los enseña sin cesar porque no para de reirse. Ella me enseñó ayer su casa como cualquiera enseña la suya y me contó su vida como cualquiera cuenta la suya. Me contó que los niños van al colegio porque espera que así tengan un plato de comida cada día. Ella quiere, como cualquier madre en cualquier parte del mundo, que sus hijos sean felices. Abigail lo tiene complicado, pero no se rinde. Y cada mañana compra sus flores y las vende y deja que sus hijos vayan al colegio. Como ella, miles de mujeres en Guatemala se levantan y luchan con sus dos manos para conseguirlo. Y puede que no lo sepan, pero su fuerza es infinita.